Era un día inusualmente caluroso de otoño.
Las hojas, ya amarillentas, caían lentamente desde las ramas de los
gigantescos árboles, mecidas por una ligera y agradable brisa. El
bosque estaba cubierto por una mullida alfombra de hojarasca y ramas
partidas, que en ese momento nosotros mancillábamos al pisotearlas
sin ningún escrúpulo. Una ardilla trepó con rapidez por el tronco
de una encina, sin duda en busca de alguna bellota que llevarse a la
boca. Se detuvo un instante, nos miró desconcertada y se perdió en
la frondosa espesura, lejos de miradas inoportunas.
Era un día radiante para mí, un día
singular, fantástico. Mi vida había cambiado en el último mes.
Pero lo más importante y sorprendente era, sin duda, que yo había
cambiado, radicalmente y sin remisión, al igual que una larva se
transforma en crisálida. Éste era un suceso totalmente inverosímil,
de los que podemos calificar de prácticamente imposibles. En
realidad, nadie creía que fuera cierto, ni mis más íntimos amigos.
Lo consideraban un respiro en mi habitual vida bohemia, y nada más.
Yo mismo, he de admitirlo, no lo había asimilado del todo. Algunas
noches había tenido pesadillas en las que volvía a las andadas, me
emborrachaba hasta perder el sentido, llegaba tarde al trabajo,
ojeroso y con resaca. Me despertaba sobresaltado en el momento en que
el jefe me comunicaba que me fuera buscando otro trabajo, que ya
habían aguantado más de lo razonable (un despido totalmente
procedente y razonable, por supuesto). ¡Cuántas veces me había
ocurrido en mis treinta y cinco años de vida!
Pero todo eso había pasado a la historia
definitivamente. Se acabaron las juergas nocturnas, las drogas de
diseño y el alcohol sin control, se acabaron los clubes de alterne,
los trabajos de tres semanas de duración, las broncas del jefe y los
despidos. Se acabó la vida disoluta y desordenada, el estar sin
blanca y pedir dinero prestado a los amigos (algunos, claro está, ya
habían dejado de serlo). Se terminaron los sermones de mi padre y
las lágrimas de mi madre. Todo eso era agua pasada.
El silencio sepulcral me llenaba de paz y
tranquilidad. Solo el crujido de nuestras pisadas y los leves
movimientos de las ramas al compás del viento producían algunas
ondas sonoras. Cogidos de la mano, María y yo paseábamos sin rumbo
fijo entre árboles centenarios. Ella había sido uno de los
artífices de mi transformación en una persona responsable, aunque
otros factores también habían influido.
Nos habíamos visto por primera vez en agosto.
Apoyado sobre el codo en la barra del pub de turno, degustando el
quinto o sexto whisky de la noche, me fijé en ella: una chica alta
(debe medir unos cinco centímetros más que yo, y no soy bajito),
pelirroja, vestida con una minifalda blanca plisada, una camiseta de
tirantes ajustada, que dejaba su ombligo al descubierto, y unos
zapatos de tacón bajo. Bailaba frenéticamente al ritmo de una de
las canciones de moda del verano, junto con tres o cuatro amigas.
Mientras se contoneaba al son del pegadizo estribillo, iluminada
alternativamente por haces de luz verde y roja, estimé que debía
tener una edad entre veinte y veinticinco años (en lo que acerté
plenamente). Comprobé que tenía en el bolsillo dinero suficiente
para invitarla a algunas copas y decidí comenzar un ataque en toda
regla. Algunas aves rapaces sobrevolaban peligrosamente el lugar,
amenazando con arrebatarme la cándida (y ahí me equivocaba) presa.
Desinhibido totalmente bajo el efecto del
alcohol, me acerqué a ella de manera algo descarada, susurrándole
algo al oído (que ahora no recuerdo bien). La bofetada que recibí
mi mejilla derecha me hizo tambalearme ligeramente. Desistí en mi
empeño. Nunca he sido un pesado, ésa es una de mis virtudes. Y así
acabó nuestro primer encuentro, como el rosario de la aurora.
Los rayos de luz iban languideciendo lentamente
a medida que el astro rey se ocultaba tras el horizonte. Apenas
algunos débiles haces agonizantes se filtraban entre los árboles,
proporcionando las últimas dosis de calor de aquella magnífica
tarde. Comenzaba a refrescar, y se nos había puesto piel de gallina,
por lo que nos pusimos las rebecas de lana. María se soltó de mi
mano y se adelantó dos pasos, invitándome a que hiciéramos una
carrera hasta la salida del bosque. Era una buena manera de entrar en
calor, desde luego. Sin embargo, yo hacía demasiado poco tiempo que
había comenzado mi nueva vida, y pronto sentí que los pulmones me
quemaban. Resoplando, me detuve jadeante en un recodo del sendero.
Decidí tomar un atajo saliéndome del camino. Era la única forma de
prestar algo de resistencia.
Recorrí a paso ligero la distancia que me
separaba del final del camino. Tuve que sortear algunas gruesas
raíces y pisotear algunas setas. Trastabillé en un par de
ocasiones, en las que estuve a punto de caerme de bruces, pero
finalmente conseguí mi objetivo. Por el rabillo del ojo veía cómo
María trotaba con facilidad por la senda. De vez en cuando miraba
hacia atrás buscándome, aunque lógicamente no podía verme. Tenía
delante de mí dos pinos, altos como torres, situados en paralelo en
el linde del camino, que formaban una especie de línea de meta.
Esperé unos segundos a que María torciera en la curva y entonces me
planté de un salto delante de mi desprevenida novia.
O eso pensaba yo. Esperaba que fuera a parar a
mis brazos empujada por la inercia, pero no había ni rastro de ella.
Me había esquivado con gran habilidad, tenía que admitirlo. Me
dirigí andando hacia la salida del bosque, donde suponía que ella
me estaría esperando victoriosa.
El tiempo había cambiado súbitamente. Sentí
cómo la piel se me erizaba de frío, aun con la rebeca puesta. El
viento agitaba con vehemencia las copas de los árboles, cuyas ramas
se mecían sin cesar, aferradas al grueso tronco, y se veían
incapaces de retener las hojas. Miles de ellas volaban por el aire,
formando remolinos y golpeándome en la cara. Negros nubarrones
cubrían el cielo, dispuestos a descargar litros de agua sin piedad.
Solo una tenue claridad me permitía orientarme por el sendero.
Mientras caminaba lentamente con la respiración
entrecortada y aterido de frío, recordaba los maravillosos cambios
del último mes. Septiembre fue un mes clave. Todo comenzó con unos
ligeros dolores en la parte derecha del abdomen, cierto malestar y
fatiga continua. Muy mal debía encontrarme para que me decidiera a
visitar al médico.
–No
tienes nada grave de momento –me dijo–, pero debes plantearte el
cambiar tu ritmo de vida ahora que todavía estás a tiempo: reducir
drásticamente el consumo de alcohol y tabaco, eliminar las drogas,
dormir ocho horas diarias, llevar una rutina saludable, en
definitiva. Tu cara tiene un aspecto que inspira lástima. ¿Te has
mirado al espejo?
Nos conocíamos desde hacia unos años, y un
tiempo atrás ya me había dicho algo similar, aunque entonces era
más joven y gozaba de una inmejorable salud. Sin embargo, el cuerpo
esta vez me pedía que le hiciera caso.
–Mi
problema es encontrar un trabajo que realmente me guste. He sido
camarero, dependiente, he hecho chapucillas de fontanería y
electricidad, y algunas otras cosas, pero ninguna de esas actividades
me llenan. Cuando acabo mi jornada laboral, solo me apetece ir al
bar. Y luego todo se lía. Bueno, ya sabes...
Me miró incrédulo y con desaprobación.
–¿Y
qué trabajo es el que te gusta? –Había algo de ironía en su voz.
–Me
da igual que me creas o no –dije a la defensiva–. Mi sueño
siempre ha sido ser cronista en un periódico. –Enarcó las cejas–.
Estudié tres años la carrera de periodismo, aunque abandoné los
estudios. Mis notas no eran brillantes, y mi padre me cortó el
grifo. Si tuviera un trabajo así, mandaría el alcohol y toda la
demás mierda al garete.
Se rascó el cogote y meditó algunos segundos.
–Casi
me has convencido. –Su cabeza se balanceaba a derecha e izquierda
de forma mareante–. Creo que puedo ayudarte. Conozco al redactor
jefe de un diario local. Si me prometes que cumplirás tu promesa,
puedo recomendarte.
Dicho y hecho. Dos semanas más tarde comencé
a trabajar en el periódico, escribiendo las crónicas de los
partidos del equipo de fútbol de la localidad, que jugaba en tercera
división. Con una ilusión bárbara, de la noche a la mañana me
convertí en un ciudadano ejemplar. Cumplía con mi horario a
rajatabla, incluso hacía horas extra gratis para perfeccionar mis
redacciones, en las que me esmeraba más de la cuenta. Al fin y al
cabo, solo eran crónicas deportivas de poca monta, no artículos
literarios. Dejé de consumir tabaco y droga. Solo me fumaba algún
cigarrillo de vez en cuando. ¡Ni siquiera salía los fines de
semana! Encerrado en casa, me dedicaba a leer periódicos y más
periódicos.
El
redactor jefe, que me había contratado renuente, me comenzó a
valorar positivamente. A finales de septiembre me encargó un trabajo
más importante, señal de que depositaba cierta confianza en mí. El
inicio del curso en la universidad estaba en peligro debido a la
amenaza de una huelga estudiantil. Yo debía entrevistar a algunos
estudiantes, en especial a los cabecillas. Y
fue entonces cuando volví a encontrarme con María.
Miles de estudiantes se arremolinaban alrededor
del Rectorado, enarbolando pancartas y pastines. Gritaban, cantaban y
daban palmas continuamente. El ruido era ensordecedor. Me introduje
en aquel inmenso hormiguero para tratar de llegar a la puerta del
edificio. Al fin, tras cuarenta minutos de sufrimiento, lo conseguí,
si bien me llevé de regalo algún que otro codazo y varios rasguños
en el cuerpo.
En la escalinata de entrada cinco estudiantes
estaban sentados en fila, con las piernas y los brazos cruzados.
Parecían esperar el inicio de un extraño ritual. Y allí estaba
ella. La reconocí al instante. Las huellas dactilares de sus dedos
habían quedado grabados de forma indeleble en mi mejilla.
Hubiera sido completamente absurdo pensar que
ella pudiera acordarse de mí, ya que no fui más que un fugaz
moscardón despechado de medianoche. Así que me lancé a hacerle
preguntas sobre los motivos de aquella huelga, a las que respondió
durante unos quince minutos muy seria y segura de sí misma. A duras
penas conseguía oír las respuestas entre el griterío vociferante
del ejército de hormigas que nos rodeaba y el silbido del fuerte
viento que se había levantado, y que provocaba un molesto golpeteo
en las puertas de entrada. Así que concerté una cita con ella en la
redacción para continuar nuestra charla, prometiéndole que la
noticia aparecería en primera página del diario (algo que pude
cumplir, para mi grata sorpresa).
Tras
la primera entrevista siguió una segunda y, después, una tercera.
Así, de manera casi imperceptible para mí, me fui enamorando de
ella. Y, algo más sorprendente si cabe, ella de mí. Dejé que
aquella poderosa sensación me dominara, lo que reflejaba claramente
que mi nueva vida había triunfado. Meses atrás habría
abortado la relación inmediatamente, evitando cualquier tipo de
relación estable: no deseaba bajo ningún concepto ninguna atadura
ni compromiso.
Pronto conocí a su familia. Su padre me daba
la mano envarado y muy serio cada vez que nos veíamos. Tenía
profundos recelos sobre mí, de lo que no le culpo. Su hija y yo
representábamos dos polos opuestos. Ella era una brillante
estudiante de tercero de ingeniería industrial, una chica
responsable que se divertía los fines de semana con moderación y
que participaba en movimientos estudiantiles de forma activa. Yo, en
cambio, había sido (hasta mi metamorfosis) un cabeza loca cuyos
trabajos duraban menos que un parpadeo. Sin embargo, en mi
recientemente creada disposición de ánimo, el sentido de la
responsabilidad fluía de María hacia mí al igual que el calor lo
hace de un cuerpo caliente a uno frío.
Mis gratos recuerdos se diluyeron en mi mente
cuando comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia. Aceleré el
paso por el camino, adentrándome otra vez en el bosque. Llegué al
recodo donde vi a María por última vez, pero no había ni rastro de
ella. Comencé a asustarme. ¿Qué podría haberle ocurrido? Desde
luego, si aquello era una broma no tenía ni pizca de gracia. Grité
su nombre hasta quedarme afónico y con la garganta enrojecida. La
única respuesta a mis alaridos era un creciente murmullo de ramas y
hojas en continuo movimiento que colisionaban entre sí. El corazón
comenzó a palpitarme aceleradamente, y mis intentos por
tranquilizarme resultaron vanos.
Los árboles, que antes habían sido cómplices
de dos amantes enamorados, y que habían formado cúpulas protectoras
sobre nuestras cabezas, ahora me parecían ominosos y amenazadores,
como si fueran peligrosos conspiradores que me pisaran los talones.
Las hojas, que horas antes me habían parecido de seda, cuando nos
habían proporcionado un improvisado lecho sobre el que hacer el
amor, eran ásperas como papel de lija y punzantes como agujas. El
murmullo del bosque, mis pisadas, el aullido del viento, que habían
sonado a música celestial durante nuestro largo paseo, golpeaban mis
oídos formando una cacofonía terrorífica.
Llegué al lugar en el que me había separado
de María al iniciar la infausta carrera. Aquel sitio me parecía
distinto, como si no hubiera estado allí hacía unos minutos. No
había ningún rastro de nuestra presencia, ni siquiera pisadas. De
repente, el pánico me dominó por completo. Comencé a correr por el
camino, volviendo sobre mis pasos. Mi reacción era comparable a la
de alguien a quien le cayeran gotas de ácido abrasivo del cielo.
En mi irracional huida tuve un traspiés y caí
al suelo de bruces, con tan mala fortuna que mi nariz se golpeó con
fuerza contra una roca, provocándome una intensa hemorragia. No pude
evitar que algunas gotas gruesas salpicaran mi antaño blanca e
inmaculada camisa, y que a estas alturas tenía ya varias manchas de
polvo, barro y sudor.
Conseguí tranquilizarme y convencerme de que
todo se iba a arreglar. Seguramente María se había perdido en el
bosque y había regresado por otro camino. Me estaría esperando en
el coche. Era la explicación más lógica. Ya más relajado, deshice
el camino andado hasta llegar al claro entre los árboles en el que
presumiblemente debía estar aparcado nuestro vehículo. ¡También
había desaparecido! En su lugar solo encontré varias piedras
chamuscadas formando un círculo y con una capa de cenizas aún
humeantes en su interior. Millones de ideas absurdas cruzaban mi
mente. ¿Se había largado dejándome allí? No, cómo podía pensar
tal cosa. ¿Había sido secuestrada usando su propio coche? No, eso
parecía totalmente descabellado. Debía de haberme equivocado yo de
camino. Me había perdido en el bosque y había llegado a otro claro
próximo. ¡Ésa era una buena explicación! Al fin y al cabo, de
noche todos los gatos son pardos.
Durante una terrible hora busqué
infructuosamente otro claro que me devolviera la ya perdida
esperanza. La noche había introducido casi por completo sus negros
tentáculos por entre los troncos hieráticos. Un oscuro telón se
cerraba paulatinamente delante de mi retina, sumiéndome en la
ceguera. Así que no tenía más remedio que abandonar mis inútiles
pesquisas y volver a la carretera en busca de ayuda. Si no, solo
conseguiría perderme en la espesura del bosque.
Los músculos de mis castigadas piernas
comenzaron a dolerme tres horas después de comenzar mi marcha por el
arcén en dirección a la ciudad. La temperatura había bajado varios
grados más, por lo que sentía mucho frío. Además, con el cuerpo
completamente empapado por la lluvia tenía todas las papeletas para
agarrar una pulmonía. Tras la tormenta se abrió un claro entre las
nubes que permitió a la luna asomar tímidamente su rostro. Sus
débiles rayos me proporcionaron algo de claridad en aquella
espantosa noche. Por lo menos podía evitar salirme de la carretera y
hundir mis zapatos en el barro. La visión de la luna llena me
produjo un súbito escalofrío. ¡Hubiera jurado que había luna
nueva el día anterior! Pensé que todo era fruto de mi maltratada
imaginación y seguí adelante.
Súbitamente, un silencio sepulcral se había
hecho dueño del lugar. La lluvia cesó, el viento escapó con la
misma celeridad con que había llegado, y solo el ulular de los búhos
producía vibraciones en mis tímpanos.
El sonido del motor diesel me produjo el
impacto de una revelación divina. Dos ojos amarillos venían a mi
encuentro a gran velocidad. Decidido a no dejar escapar la
oportunidad, me planté en medio de la carretera agitando los brazos
con frenesí. El conductor del camión debió de notar mi presencia
demasiado tarde, ya que, aunque pisó el freno a fondo, no consiguió
detenerse a tiempo, pudiendo salvarme in extremis del fatal choque
mediante un salto felino que me hizo rodar por el arcén y luego ir a
parar a un inmundo charco infestado de ranas. El camión detuvo su
marcha cincuenta metros más adelante. El olor a goma quemada
impregnaba la atmósfera. El conductor, entre asustado y
encolerizado, bajó de la cabina y se acercó a mí, sacando a
continuación mi cabeza del fango.
–¿Está
usted loco? Por poco me lo llevo por delante.
Aturdido, yo no conseguí articular palabra
alguna.
–Venga
conmigo. Lo llevaré al hospital.
Conseguí romper mi bloqueo y responder con
cierta ansiedad en mi voz.
–No,
no. No necesito ningún hospital, estoy bien. Le estaría agradecido
si pudiera llevarme a la comisaría más cercana. Mi novia se ha
perdido en el bosque. Tengo que encontrarla.
–De
acuerdo –dijo tras pensar un rato–, pero límpiese toda esa
porquería que tiene pegada. Me va a poner perdido el asiento.
Nos subimos al camión y viajamos durante media
hora en un incómodo silencio, tan solo perturbado por esporádicos
carraspeos de mi acompañante, quien parecía algo asustado y
receloso, como si yo fuera a abalanzarme sobre él en cualquier
momento y dejarle sin blanca y sin camión en el mejor de los casos.
Creo que respiró aliviado cuando me apeé del
vehículo saltando a tierra desde el estribo y dándole repetidamente
las gracias.
–Para
eso estamos, amigo. Corra, corra. Espero que encuentre a su novia.
Con este tiempo tormentoso debe darse prisa en rescatarla.
Tras estas palabras cerró la puerta y aceleró
bruscamente, dejándome envuelto en una tóxica nube procedente del
oxidado tubo de escape del camión.
Permanecí unos instantes sin moverme; se diría
que estaba embriagado por el humo, que tardó un tiempo en disiparse.
El tétrico aullido del viento gélido me hizo despertar de mi
ensoñación, y me dirigí presto a la entrada de una vieja casa de
una planta, cuyas paredes estaban en parte desconchadas y en parte
recubiertas de multitud de graffiti que nadie parecía dispuesto a
borrar. Un pequeño rótulo que informaba de que allí se encontraba
un puesto de la policía local pendía a duras penas y en ángulo
oblicuo sobre la puerta.
Llamé a la puerta golpeándola con los
nudillos, dado que no fui capaz de encontrar ningún timbre ni
interfono. Ante la falta de respuesta giré la manilla y abrí la
puerta, que chirrió sonoramente sobre sus goznes. Desde luego, no
necesitaban disponer de campanillas que los avisaran de los
visitantes.
Penetré en una fría y poco acogedora estancia
donde reinaba un absoluto desorden. Las mesas estaban abarrotadas de
pilas de papeles, algunos de los cuales habían caído al suelo sin
que nadie se molestara en recogerlos. Periódicamente una gruesa gota
procedente del permeable techo caía a un metro de la entrada, por lo
que era necesario esquivar un amplio charco que crecía
inexorablemente. El habitáculo estaba sumido en penumbra. Las
ventanas estaban herméticamente cerradas, y solo una débil bombilla
que colgaba de un cable impedía que la oscuridad se adueñara del
lugar, que, lejos de proporcionarme esperanzas, me transmitió una
desagradable sensación de abandono e impotencia.
Me armé de valor y conseguí traspasar el
vestíbulo sin mojarme los pies. Enfrente de mí, sentado en una
butaca tapizada en terciopelo rojo ya ajado por el paso del tiempo,
un individuo larguirucho, de tez pálida y magras mejillas, con el
pelo moreno cortado a cepillo, y embutido en una chaqueta azul en la
que brillaba una insignia dorada, rellenaba sin levantar la cabeza
unos formularios que iba cogiendo de una de las muchas pilas de hojas
que amurallaban su escritorio. Al fondo de la estancia una chica
joven de pelo violáceo recogido en una larga coleta tecleaba de
forma indolente y con cara de disgusto ante la pantalla de un
ordenador. Ninguno de los dos pareció notar mi presencia.
Al cabo de un rato el funcionario levantó su
vista y me miró con sorpresa, como si acabara de darse cuenta de que
estaba esperando.
–¿Deseaba
usted algo? –preguntó con voz ronca y sin ofrecerme siquiera una
silla para sentarme. Mientras, continuaba escribiendo de forma
mecánica sin mirar la hoja–. Llega en mal momento, amigo. Estamos
de trabajo hasta el cuello.
Tuve la desagradable sensación de que esperaba
que diera media vuelta y me largara sin más.
–Necesito
su ayuda. Estoy en un gran apuro. –El policía torció el rictus,
contrariado, al tiempo que echaba una ojeada a su reloj de pulsera.
Se diría que lo había cazado unos minutos antes del cambio de
turno–. Mi novia se ha extraviado en el bosque. La he buscado, pero
sin ningún resultado.
Resopló ostensiblemente, mostrando así su
desagrado por mi visita.
–Hace
un tiempo de mil diablos, ¿sabe usted? Deberían ser más
responsables y quedarse en casita en lugar de pasear por el bosque.
¡Sandra! –gritó–. Tómale los datos a este señor. Vamos a
hacer una batida por los alrededores.
La chica tardó veinte interminables minutos en
rellenar, con desesperante pachorra, el informe de mi denuncia.
Mientras yo me comía los nudillos dominado por la impaciencia y el
miedo, el policía despertó a un colega que dormía plácidamente en
un camastro situado tras un biombo. Huelga decir que su reacción no
fue precisamente halagüeña. El individuo se incorporó lentamente
al tiempo que bostezaba y se desperezaba. Era un hombre fornido, de
mediana estatura, cuyo tupido y grisáceo bigote reflejaba el
inexorable paso de los años. Le costó algo de trabajo incorporarse,
ya que, sin ser grueso, una nada despreciable barriga cervecera
alteraba su centro de gravedad.
–En
marcha –dijo con voz potente e imperativa.
Los dos policías se pusieron sendas chaquetas
de color azul y se enfundaron las gorras. Debo decir que, a pesar del
poco cordial recibimiento, tuvieron la cortesía de prestarme un
raído jersey de lana (mi rebeca estaba empapada) y un chubasquero
con el que protegerme de la lluvia, que caía de nuevo con
intensidad.
Iluminados por la tenue luz lunar, cuya
presencia me seguía produciendo una constante congoja, y por dos
potentes conos de luz que surgían de las bocas de sendas linternas,
recorrimos con suma lentitud y tomando muchas precauciones los
múltiples senderos que serpenteaban por los intrincados vericuetos
del bosque. Mis guías inspeccionaban con meticulosidad y gran
profesionalidad cada palmo de terreno en busca de huellas o de algún
trozo de tela atrapado entre los zarzales que nos pudiera
proporcionar alguna pista. Sus esfuerzos resultaron, sin embargo,
inútiles e infructuosos. No había ningún rastro, ninguna señal
que nos ayudara.
Tres horas más tarde regresamos al punto de
partida, al fatídico lugar donde María había desaparecido como por
arte de magia. En mi estado de total abatimiento y desconsuelo no
notaba las gotas de lluvia que el fuerte viento impulsaba a ráfagas
sobre mi rostro.
–¿Y
dice usted que fue aquí donde desapareció?
Asentí.
–Estábamos
concluyendo una carrera. Ella me llevaba ventaja, así que decidí
tomar un atajo antes de tomar la curva. Entonces perdí contacto
visual con ella debido a la frondosidad del bosque. Cuando traspasé
el umbral creado por estos dos árboles, ya no estaba.
–Y
no oyó nada. Ningún grito, ninguna pisada –dijo el policía
barrigudo.
–Nada.
Solo el susurro de las hojas y el viento.
–Es
muy extraño. Vayamos al claro donde estaba aparcado el coche.
Aquel tramo de terreno se encontraba muy
embarrado por la persistente lluvia que seguía cayendo, y nos costó
bastante tiempo recorrer los doscientos metros que nos separaban del
calvero. Tenía los pies tan fríos y húmedos que caminar me
resultaba doloroso. Una densa pátina de lodo cubría gran parte de
mis zapatos y calcetines hasta la altura de los tobillos.
El cono de luz iluminó el círculo de piedras
que contenía las ya apagadas cenizas. El policía larguirucho se
agachó para inspeccionar los restos de la hoguera.
–¿Y
dice que su coche se encontraba aparcado justo aquí?
–Sí,
me acuerdo perfectamente –respondí.
–Bueno,
a todos nos juega malas pasadas nuestra memoria. ¿Está seguro?
–Completamente.
–¿Y
no se ha equivocado de calvero?
–No,
seguro. Eso fue lo que pensé al principio. Después de desaparecer
María busqué otro claro por espacio de un hora, pero no hay ninguno
más en los alrededores. Tiene que ser éste.
No veía bien su rostro en la oscuridad, pero
creo que me miró con extrañeza.
–Verá
–me dijo–, hay muchos datos contradictorios. En primer lugar,
puede ver que no hay huellas de ruedas en este lugar. Podemos dar a
esto una explicación racional: o bien alguien ha tenido la
precaución de borrarlas, o bien ha sido la lluvia. Sin embargo, le
puedo asegurar que estas piedras llevan aquí muchos meses. Es un
lugar frecuentado por los excursionistas para instalar sus barbacoas.
Sin ir más lejos, la semana pasada tuvimos que multar a un grupo de
imprudentes. Faltó poco para que provocaran un incendio.
Yo me había quedado mudo.
–Es
muy poco probable que alguien se tomara la molestia de apartar estas
pesadas piedras y volverlas a colocar después, ¿no cree?
No podía creer lo que me estaba ocurriendo.
¡Pensaban que mi historia era un bulo! Sentí que mi estómago se
encogía.
De pronto sonó la alarma de un teléfono
móvil. El policía barrigudo respondió la llamada con presteza.
Durante unos minutos escuchó lo que le decían respondiendo con
esporádicos monosílabos. Cuando colgó, se acercó a mí con cara
de pocos amigos.
–Vamos
a ver si nos aclaramos –me espetó con brusquedad–. El coche
desaparecido es propiedad del padre de su novia y tiene matrícula
3476-DFV, ¿correcto?
–Sí
–respondí con la voz quebrada.
–Lo
han localizado. –Hizo una interminable pausa de varios segundos–.
Su propietario afirma que no ha salido del garaje en todo el día.
–Mi corazón me dio un vuelco–. ¿Puede darme una explicación
lógica, aparte de que se está burlando de las fuerzas del orden?
–Les
he contado la verdad –dije sin convicción.
–No
se crea que nos chupamos el dedo –me recriminó–. Me acaban de
comunicar que tiene usted unos antecedentes muy poco recomendables.
Ya ha dormitado varias noches en nuestras celdas por provocar
desórdenes públicos en estado de embriaguez.
–¡Por
Dios! –estallé–. Eso forma parte de mi pasado. Me he
rehabilitado, créanme.
–Eso
son solo palabras. Los hechos no mienten y dicen todo lo contrario.
Volvamos al cuartelillo.
Sentado en el asiento trasero del vehículo
policial contemplaba impotente cómo se esfumaban mis débiles
esperanzas de encontrar a María. Pensé que, quizá, los rescoldos
ya apagados de la fatídica hoguera eran un mal presagio para mí. El
viento aullaba con fuerza y empujaba violentamente las gruesas gotas
de lluvia contra el cristal. Era una noche desapacible y ominosa, una
noche infernal para mí.
La chica de la coleta violeta pareció
contrariada al vernos regresar tan pronto, aunque disimuló
rápidamente su turbación y continuó tecleando sobre el teclado
indolentemente. El hombre barrigudo desapareció de nuevo tras el
biombo mientras el larguirucho volvía a ocupar su asiento tras la
sólida fortaleza de formularios.
–Espere
un momento. Tengo que cumplir con las formalidades legales.
Durante media hora se dedicó a rellenar
impresos que seguramente nada tenían que ver conmigo. Yo me distraía
de mis preocupaciones observando el lento crecimiento del charco de
la entrada. Finalmente, se levantó y se acercó a la chica. Ésta
agarró el auricular del teléfono y marcó un número. Yo no podía
entender lo que decía, pero percibí una gran tensión en su cara,
muy desfavorecida por la curva descendente de sus labios y los
pliegues de su ceño fruncido. Un minuto más tarde le pasó el
auricular al hombre, que por espacio de varios minutos conversó al
tiempo que me miraba con cara de malas pulgas.
Cuando
regresó a su castillo y se sentó delante de mí,
tenía las mejillas arreboladas y el rostro contorsionado por una a
duras penas contenida indignación.
–¿Sabe
con quién acabo de hablar? –me preguntó con violencia en la voz.
Negué con la cabeza, confundido.
–Creo
que sí lo sabe. Y si no, es que usted ha perdido el juicio.
–No
entiendo...
–Ahora
lo va a entender –me cortó–. He tenido una tensa conversación
con el padre de su novia, que no me ha agradecido precisamente que le
haya despertado a estas horas. ¿Sabe usted que es un hombre
importante en el Ayuntamiento? Es el brazo derecho del alcalde.
Yo permanecía callado, esperando alguna
noticia que me consolase.
–Y
después he hablado con María.
Di un respingo de alegría.
–¿Entonces
se encuentra bien y a salvo? –dije excitado.
–Por
supuesto que sí. De hecho, no ha salido de su casa en todo el día.
Ha estado ayudando a su padre a podar los setos del jardín.
–Eso
no es posible.
–Y
tanto que lo es. Además, dice que hace un año que no sabe nada de
usted, que desapareció sin dejar rastro y lo creían muerto.
Me quedé mirándole con la boca abierta,
totalmente desconcertado y aturdido.
–Debe
de haber un error –balbucí–. Quizá, han llamado a otra persona.
Se levantó, súbitamente encolerizado.
–Estoy
más que harto de sus tomaduras de pelo. Ya me ha hecho perder
bastante el tiempo esta noche. Salga ahora mismo por esa puerta si no
quiere que lo encierre en el calabozo.
No dudé ni un segundo en hacerle caso, así
que me levanté dispuesto a marcharme. El rostro del policía se
endureció.
–Con
esas manchas de sangre y barro se podría pensar que ha asesinado a
alguien en el bosque.
Di media vuelta y salí de la estancia sin
darle la oportunidad de cambiar de idea.
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