La novela Hijos del desierto está ya en el horno, a punto de ser publicada en la editorial Literanda.
De momento, os dejo el tercer capítulo.
Capítulo 3: Algunos desencuentros
El druida se mesó su larga barba verde,
abriendo su boca en una inusitada expresión de alegría. Sin sentir
apenas el peso de sus más de ochenta años, se agachó con agilidad
hasta alcanzar el tallo de la planta de hojas oblongas y aserradas
que crecía a sus pies. Tras cortar el tallo con una pequeña hoz,
acercó la planta a sus fosas nasales y disfrutó por unos segundos
de su aroma.
—Disfruta
de la fragancia, aprendiz Synórix, empápate de ella —dijo. Su voz
era grave—. El olfato es mi gran virtud, el don que me distingue
del resto. Gracias a él pertenezco al Consejo de Siete.
El Druida Verde miró al cielo. Oteó las
brumas que se perdían en la espesura del bosque. Las aletas de su
nariz gruesa y ganchuda se movían sin parar, rastreando el aire.
—Pronto
comenzará a nevar. ¿Puedes olerlo, aprendiz? —Alan Synórix no
respondió. Permanecía quieto, envuelto en su cálida túnica blanca
forrada con lana de oveja. Una bufanda amarilla se enroscaba por su
largo cuello cual serpiente. —No, claro que no. Dime, ¿has captado
la esencia de la fragancia de esta planta? ¿Hemos tenido éxito?
—Es
difícil saberlo.
—¡Bah!
—respondió irritado—. Está claro que me equivoqué contigo. Un
buen druida ha de ser capaz de fundirse con la naturaleza, de
impregnarse de ella, sentirla, palparla, ser parte de ella. Tú no
tienes talento para los olores, ni ningún otro que yo haya notado.
En respuesta al enfado del druida, un fuerte
viento comenzó a rugir, levantando las faldas de su túnica verde.
El Druida Verde apretó el cíngulo en su cintura, se ajustó la
torques de oro que adornaban su cuello y se dirigió hacia su morada,
una cabaña de dos pisos construida con troncos de roble. El techo de
paja estaba reforzado con piedras que, amarradas con cuerdas,
colgaban de los postes de la estructura interna. Bien poco se podía
ver de la fachada, ya que se encontraba recubierta de hiedra a
excepción de la puerta de entrada y tres ventanas, que no eran más
que pequeñas troneras acristaladas. La casa se hallaba resguardada
bajo la sombra de siete inmensos robles, sobre cuyos gruesos troncos
y ramas crecía el muérdago. Las ramas se fundían en un abrazo con
la cabaña, sobre la que tejían un enmarañado tapiz que apenas
dejaba visible la cubierta de la techumbre. A lo largo del perímetro
las raíces amenazaban con invadir la choza, formaban anchas ondas
que se asemejaban a un mar encabritado.
A medida que se acercaba al porche de la casa,
los largos pies del druida dejaban profundas huellas en la tierra
húmeda.
—Gran
druida Sinatos —gritó—. Quizá no me interesen en absoluto sus
plantas medicinales; quizá encontraría en mí muchas virtudes si me
enseñara lo que deseo aprender. Creemos plantas depredadoras,
plantas que devoren a aquéllos que nos molesten.
La cara del druida adquirió la tonalidad de la
grana. Se giró, apoyándose en su cayado con las dos manos.
—No
vuelvas a hablarme en ese tono, jovencito. Soy un gran druida, un
miembro del Consejo de Siete, alguien dotado con un don especial. Me
debes respeto y sumisión, no lo olvides.
“Sí,
lo sé, debo sumisión al genio”, masculló entre dientes Synórix.
—Pido
que me disculpe, gran druida —dijo Alan bajando la cabeza—. He
sido muy desconsiderado.
El Druida Verde se ablandó, si bien permaneció
con el ceño fruncido, las espesas cejas canas abrazadas.
—Recuérdalo.
Los druidas creamos, nunca destruimos. Amamos la naturaleza, formamos
parte de ella, y por ello llevamos una vida ascética, lejos de las
ciudades, inmersos en los bosques.
—¡Vaya!
Creo que, a pesar de su vida ascética, no se ha privado de
encuentros con las druidesas —contestó en tono jocoso.
—Aprendiz
Synórix —dijo con voz severa el druida—, a veces te comportas y
hablas como un hijo del desierto. Si no fuera por tu cabello castaño,
tus ojos grises, y porque hablas arborícola con acento genuino de
Parisii, pensaría…
En lugar de terminar la frase, soltó un
gruñido, dio media vuelta y continuó caminado por el camino de
tierra. Alan Synórix lo siguió. Los primeros copos de nieve,
empujados por el viento, comenzaron a caer.
La cabaña tenía un pequeño vestíbulo que
daba acceso a la cocina y a un salón-dormitorio. La decoración era
austera: había un banco, un perchero del que colgaban varias túnicas
y un pequeño aplique de gas apagado. Las paredes y el techo eran
lisas, sin adornos.
Entraron en la cocina, la cual, en contraste,
se encontraba abarrotada de diversos utensilios que colgaban del
techo: peroles, marmitas, ollas, hoces, azadas, picos, horcas,
bieldos, horquillas, rastrillos, martillos, almádenas, cuchillos,
todo tipo de aperos de labranza, así como sacos de varios tamaños
que contenían semillas. El druida se subió a un taburete para
alcanzar una pequeña olla que rellenó de agua. La colocó en el
horno de leña y preparó una infusión con las hojas oblongas verde
amarillentas que había cortado en el jardín. La cocina se inundó
de un olor ácido, avinagrado. El druida removió el agua con una
cuchara de madera durante unos segundos y, tras cerrar los postigos
de la ventana y correr las cortinas de tela basta, se sentó a la
mesa a esperar.
—Perdone
que insista, gran druida Sinatos —comenzó a decir Alan. El druida
enarcó sus pobladas cejas al tiempo que, usando diestramente su
bastón, apartaba a un rincón los tarros que se encontraban
esparcidos por el suelo—. Usted conoce las lluvias de hojas que
están asolando las ciudades fronterizas del Imperio. El emperador
cree que es obra de los druidas. Si encontráramos un antídoto…
—¡Basta!
—rugió el druida—. ¿Acaso piensas que nos haría algún bien
ser sus benefactores?
—Dejarían
de vernos como a enemigos.
—¿Eres
ingenuo o intentas tomarme el pelo? —respondió el druida, cuyos
ojos echaban chispas—. Necesitamos que nos teman, que respeten
nuestro poder, que crean que somos magos. De lo contrario nadie los
detendrá, arrasarán nuestro pueblo y nuestros bosques, el desierto
nos devorará. Gracias al miedo, nuestro pueblo se mantiene en
equilibrio y simbiosis con el Imperio.
El druida se levantó, apagó el fuego y vertió
la infusión hirviente en sendas tazas de porcelana. Synórix se
sentó, apoyando los codos sobre la mesa.
—¿Por
qué los druidas son siempre tan huraños y desagradables?
—¿Son?
Veo que no te consideras uno de nosotros. —El druida depositó las
tazas sobre la superficie rugosa de la mesa—. Y haces bien, ya que
he decidido expulsarte de la escuela de druidas.
Alan Synórix no se inmutó.
—Nunca
serás un buen druida, así que es mejor que abandones cuanto antes.
Está claro que me equivoqué contigo. No pretendo que tengas el
talento del Druida Rojo, mi mejor alumno, sin duda, pero sí un
mínimo, algo. —Cabeceó—. No, no hay ni una pizca en ti, ni el
más mínimo atisbo. —Levantó la taza y bebió—. Mi obsesión ha
sido siempre transmitir mi don. El Druida Rojo es un genio creador,
pero nunca desarrolló su sentido olfativo. Mi única esperanza es
Camma. Tengo que estimular su talento para los olores y convertirla
en gran druidesa; quizá herede mi puesto en el Consejo de Siete
cuando yo me vaya.
Alan sonrió con desprecio.
—Ya
que estoy sentenciado, ¿me permite una última pregunta, un último
deseo? —El druida asintió, cabizbajo—. ¿Tiene alguna
información sobre la Hermandad de la Luna Oculta? Sé que un gran
druida del Consejo de Siete guarda esa información en secreto.
El Druida Verde se levantó de golpe, volcando
la taza y vertiendo su contenido por la mesa y el suelo. Su rostro
estaba pálido como la cera. Levantó su cayado de forma amenazadora.
—¡Por
Cernunnos! No sé nada de ninguna hermandad. ¿Quién eres, qué
quieres, hijo del desierto? ¿O acaso eres un desertícola?
—¿Vas
a golpearme con ese bastón, vejestorio? ¿Quieres saber quién soy?
Te lo diré: soy un chantajista, un extorsionador, un experto en
venenos, un agente imperial en misión especial. ¿Qué le ha pasado
a tu olfato? ¿No has detectado todo esto con tu gorda nariz de
sabueso?
Sinatos, encolerizado, se lanzó hacia delante
blandiendo su cayado con la clara intención de golpear a Synórix.
Éste fintó con rapidez, de manera que el druida golpeó el suelo
con el bastón, trastabilló y cayó de bruces. El agente le arrebató
el arma; le dio la vuelta, dejándolo tendido de espaldas.
—Bien,
Druida Verde, ahora voy a aclararte cuáles son mis talentos. Antes
me preguntaste si había tenido éxito con esa planta que con tanto
deleite has bebido. Por supuesto que sí, aunque quizá no el éxito
que tú esperabas. —Consultó su reloj—. Dentro de cinco minutos
comenzarás a sentir sueño, se te cerrarán los párpados, y dos o
tres minutos después
estarás
profundamente dormido. Ya no despertarás jamás. ¿Te parece ahora
que no tengo talento? He aprendido mucho de ti, maestro; lástima que
no encamine esos conocimientos en la dirección que tú desearías.
—¡Canalla!
—masculló el druida mientras trataba de sentarse.
—Me
queda poco tiempo, así que voy a explicarte algunas cositas, hombre
de roble. ¿No fue tu antepasado, en la noche de los tiempos, cuando
aún no existía el Imperio, quien inventó los árboles de
crecimiento rápido? ¡Oh! Fue algo revolucionario, fantástico. Pero
¿cuál fue el resultado? ¿Acaso esperaba él una repoblación
mundial, un planeta convertido en un bosque continuo? —Synórix
chasqueó con la lengua—. Todo lo contrario: el mundo utilizó el
invento para librarse de los árboles y extender el desierto. Muy
loable intención con un desenlace fatídico.
—Te
olvidas del Pueblo Arborícola. Gracias a él pudimos repoblar todos
estos bosques.
—¡Oh!
Perdón, me he olvidado de esta isla perdida en la inmensidad de un
océano de arena.
El druida había conseguido ponerse en
cuclillas y trataba de incorporarse.
—¿Qué
se podía esperar de su descendiente? Ayudaste al noble Gutenberg a
crear el papeluretano, rompiendo las reglas comerciales de tu propio
pueblo.
—¿Cómo
diablos…? —dijo el druida, que había conseguido sentarse en la
silla de nuevo.
—¿Que
cómo lo sé? Estuve espiando a Gutenberg durante meses. Un trabajo
duro pero que rindió sus frutos.
—¿Qué
puedes entender tú, hijo del desierto? Convertir árboles en papel
es un grave pecado en nuestra religión. La invención del
papeluretano acabó con esa costumbre bárbara.
—¡Oh,
sí! Sin embargo, los bosques de crecimiento rápido fueron
destruidos. Una loable intención con un desenlace fatídico. Qué
ironía. Así que, ¿quién es aquí el destructor de la naturaleza?
El Druida Verde apoyó la cabeza sobre la mesa
y cerró los párpados. Segundos más tarde, dormía.
Tras eliminar cualquier rastro de la infusión
ponzoñosa, Synórix se apresuró a subir por la escalera de caracol
que ascendía al segundo piso, donde se encontraba el laboratorio del
druida. Los peldaños de madera crujían sonoramente bajo su peso. Al
entrar sintió el azote de un olor pestilente, una miasma de materia
orgánica en descomposición, por lo que se tapó la boca y la nariz
con el embozo de la túnica.
El interior del habitáculo estaba sumido en
semipenumbra debido a la tormenta de nieve, que arreciaba con fuerza
y tapaba la luz del sol, por lo que Alan encendió el mechero de gas
situado a la derecha de la entrada. Flanqueó la puerta con cuidado,
tratando de evitar pisar alguna de las retortas, pipetas o alambiques
diseminados de forma desordenada por el suelo. No debía dejar ningún
rastro de violencia en la cabaña. No existían los asesinatos en el
Pueblo Arborícola, y él no pretendía que esa costumbre se viera
quebrantada en ese momento.
A su izquierda encontró una pared abarrotada
de anaqueles sobre los que había infinidad de frascos, manojos de
hierbas y algunas herramientas. A su derecha, tiestos, toneles y
tinajas se empujaban unos a otros. Algunos estaban vacíos, otros
rellenos de tierra o de alimentos, y en unos pocos crecían plantas,
a pesar de la escasa iluminación del habitáculo. Al fondo había
una cubeta llena de agua verdosa, en la que nadaban restos de plantas
en descomposición. El olor putrefacto procedía de allí. Al lado
vio un inmenso baúl de madera con herrajes y manijas de hierro
forjado.
El agente sorteó con cuidado los utensilios de
laboratorio desperdigados y se acercó al baúl, armado con una
fíbula de su túnica. Apenas unos segundos le fueron necesarios para
vencer la tímida resistencia de los dos candados que custodiaban el
cofre. Al abrirlo, la tapa hizo chirriar las oxidadas bisagras.
Una vaharada de olor rancio lo sacudió al
tiempo que decenas de bichos corrían despavoridos. El interior del
baúl estaba polvoriento y adornado con algunas telarañas. Synórix
extrajo con cuidado dos cajitas profusamente adornadas con figuras de
Cernunnos y Epona en relieve, varias torques de oro y algunas
sortijas. Debajo había dos resmas de papiro, que colocó con
delicadeza en el suelo. Las hojas estaban muy gastadas, ajadas y
amarillentas; daba la sensación de que iban a disolverse en las
manos al más mínimo movimiento.
Alan fue examinando los documentos uno a uno,
con paciencia y parsimonia. Una hora más tarde había llegado al
final sin encontrar ni rastro de lo que buscaba. Maldiciendo entre
dientes levantó furioso la última hoja de papiro y, aunque no había
ninguna información sobre la Hermandad de la Luna Oculta, la sonrisa
de hiena se dibujó en su rostro. “Bien, por lo menos no todo ha
sido en vano. Camma, conozco tu secreto”.
Tras colocar de nuevo todo
en su sitio, cerrar el baúl y apagar el mechero de gas, Synórix se
dirigía hacia la escalera cuando oyó entre el fragor del viento el
trote de un caballo. “Maldición”, se dijo. Ya no tenía tiempo
de regresar a la planta
baja, así
que cambió el rumbo y se acercó a la pequeña ventana, desde la que
podía saltar sin dificultad a una de las ramas bajas de los robles.
Al descorrer la falleba, un golpe de viento empujó las hojas de la
ventana, que chocaron con estrépito contra la pared tras
golpearle
a Alan en un brazo. Synórix oyó el crujido de los peldaños de la
escalera, por lo que trepó con presura hasta el alféizar y se
escurrió por la angosta tronera, luchando con denuedo contra el
empuje del viento y los copos de nieve. Al final, saltó a una rama y
se perdió entre la espesura.
**
Camma estaba acostada de espaldas sobre la
cama, con los brazos en cruz, desnuda. Sus largas trenzas caían en
cascada por la almohada de plumas formando un arco casi perfecto. Su
piel era blanca como la leche, las areolas de sus pezones de un color
rosa tenue, su rostro de un pálido fantasmal; el pelo lo tenía
rubio, casi blanquecino, los ojos de un azul tan claro que casi se
podía mirar en su interior como en una vitrina; todo en ella era
vaporoso, inconsistente, transparente, casi tan inmaterial como un
espectro.
Mientras escuchaba el crepitar del fuego que
ardía en el hogar, sentía que el karma interior crecía más y más,
adueñándose de sus sentidos, eliminando cualquier vestigio de
ansiedad. Se sentía feliz, plena, enamorada. Su hombre misterioso se
había marchado temprano, pero no tardaría en regresar.
Su padre también estaba al caer, y debía
estar preparada para su encuentro. Era un día importante, en el que
podía quedar resuelto uno de los problemas que tenía con él. En
cuanto al segundo, si bien caminaba al filo de la navaja, lo tenía
controlado, o eso creía. Ya era druidesa, y esperaba, gracias a su
talento, conseguir en poco tiempo el grado de gran druidesa. Sabía
que estaba siendo vencida por el abrazo de la vanidad, pero no le
importaba si eso la ayudaba a conseguir sus objetivos. Aunque su
padre era rudo y cabezota, un hueso duro de roer, tenía buen
corazón, y ella pensaba que terminaría por aceptar lo inevitable.
Con renuencia, se levantó de la cama. Durante
breves instantes —y como tenía por costumbre— se miró al espejo
de pie situado a la derecha del lecho, junto al tocador. El marco
estaba adornado con volutas y figuras de animales y seres fabulosos.
Una vez satisfecho su narcisismo, untó su rostro con una crema que
ella misma había elaborado, se peinó y se arregló las trenzas.
Abrió el armario y eligió una falda de tartán
a cuadros junto a una blusa marrón a juego. Tras cerrar los broches
de la blusa sobre los hombros, se puso su collar de cuentas
preferido, así como brazaletes y ajorcas en sendas muñecas.
Completó su atuendo con un manto que anudó sobre el hombro derecho
y unas botas de suela de cáñamo que ató a sus tobillos.
Estaba terminando de maquillarse cuando sintió
un beso en su cuello.
—¿Cómo
puedes ser tan sigiloso, hombre misterioso? —dijo mientras se daba
la vuelta y abrazaba a Raúl. La expresión del rostro del agente era
cálida, alejada de su habitual frialdad—. ¿Por qué te has ido?
Después
de un mes sin visitarme, podías tener más consideración.
—Qué
guapa estás. Si no fuera porque tu padre está al caer… —dijo
mientras la volvía a besar. Ella lo apartó suavemente con un mohín
en los labios.
—¿Nunca
me vas a contestar? Sé tan poco de ti.
—Es
parte de mi encanto.
—Admito
que me atrae esa aureola de misterio que te envuelve, pero me carcome
la curiosidad. ¿No es contradictorio? —Camma salió un momento y
volvió con una damajuana que depositó en el tocador—. Dime, Raúl,
¿cuándo vas a dejar crecer tu pelo? ¿Por qué lo llevas siempre
rapado? ¿Y qué hay de la barba? A las mujeres arborícolas nos
gustan los bigotes largos y las barbas frondosas.
—Es
un secreto, Camma —respondió encogiéndose de hombros.
Ella se sintió algo decepcionada por la
respuesta, aunque bien era cierto que él tampoco sabía nada de
ella, ya que hasta ese momento se habían visto de forma clandestina
en los bosques, lejos de Parisii. Había sido un amor furtivo, y era
la primera vez que lo invitaba a su casa. Pero ahora le iba a
presentar a su padre, y por tanto a revelarle quién era. ¿No
merecía algo a cambio?
El relincho de un caballo puso término a la
conversación, para alivio de Raúl. Éste se puso su pelliza de lana
y salió por la puerta trasera.
—Buenos
días, Camma —tronó la potente voz de Vercingetórix, el padre de
Camma. Era un hombre fornido, de anchas caderas y pronunciada
barriga, cuyos brazos y piernas parecían barriles de lo gruesos que
eran. Sus bigotes en forma de herradura caían por debajo de la
barbilla. Llevaba el pelo peinado hacia arriba, de punta—. ¿Cómo
está mi hija preferida?
—¿Acaso
tienes más hijos, padre?
—Es
difícil saberlo. ¡Ja, ja, ja! —rió socarronamente—. Nunca me
privé de retozar en la ribera del río. Y tú deberías seguir mi
ejemplo. ¿Sabes que los mozos te consideran un bicho raro? Así
nunca encontrarás a quien ofrecer agua para que se lave las manos.
¿Te he contado cómo conocí a tu madre?
—Sí,
mil veces —resopló Camma.
Guiado por su olfato, el padre de Camma reparó
en una damajuana bien provista de vino.
—¡Vaya!
—exclamó—. ¿Celebramos algo a tan temprana hora? —preguntó,
olisqueando el contenido de la vasija—. ¿Vas a dejar esa escuela
agrícola? En ese caso, tengo una oferta suculenta. —Camma bajo la
cabeza, consternada—. Ya sabes que el Druida Violeta ha creado un
nuevo cosmético que está haciendo furor entre las féminas. Sus
hijas se van a encargar de la producción y venta a gran escala, y tú
podrías unirte a ellas. ¿Qué te parece?
Camma vertió el vino de la damajuana en tres
grandes vasos. Su padre, intrigado, se mordió la lengua y no
preguntó para quién era el tercero.
—Papá,
no me interesa en absoluto. Terminaré la escuela agrícola y dentro
de dos meses y medio, cuando cumpla veinte, no necesitaré tu permiso
para entrar en la escuela de druidas.
—Por
Belenus que me exasperas, Camma —rugió Vercingetórix.
—Papá,
hoy tengo una buena noticia. Ya he elegido a quien ofreceré agua
para que se lave las manos, aquél con quien beberé hidromiel bajo
la luz de la luna.
Vercingetórix abrió los ojos, desconcertado.
—Por
Belenus, qué calladito te lo tenías. ¿Y quién es el afortunado
pretendiente?
Camma abrió la puerta trasera y Raúl entró,
acompañado por un viento gélido que convirtió al padre de Camma en
una estatua de hielo, pues su rostro quedó congelado en una mueca de
asombro y perplejidad. Al entrar, Raúl tampoco fue capaz de evitar
mostrar su desconcierto. A pesar de la tensión en el ambiente, Camma
ofreció a ambos el vino que había preparado para la ocasión.
Vercingetórix apuró su vaso de un trago.
—Parece
que os conocéis —acertó a decir Camma.
Fue entonces cuando Vercingetórix estalló
como una caldera a presión.
—Hija,
eso ahora es irrelevante. Debes saber que él es un hijo del
desierto. ¿Acaso no te has dado cuenta?
—Te
equivocas. Sus padres eran conversos,
pero él nació aquí, se crió aquí. Aunque por su aspecto no
parezca un arborícola, sí lo es.
—¿Eso
te ha dicho?
Camma miró a Raúl, quien bajó la cabeza.
—De
acuerdo —se enfureció Camma—. ¿De qué os conocéis?
Ambos miraron a Camma sin abrir la boca.
—Muy
bien. Juguemos a los secretos.
Camma salió de la casa, ensilló su caballo y,
sin despedirse, partió al galope.
Aún no era mediodía cuando tuvo que detenerse
a descansar. Habían sido dos horas de duro camino, y el caballo
estaba exhausto, a punto de reventar. Bajó a tierra y, tras
acariciarlo por la grupa, lo condujo tirando de las riendas hasta un
riachuelo donde pudiera calmar la sed. El alazán piafaba y escupía
espuma por la boca. Sus ollares se abrían y cerraban al compás de
su respiración entrecortada.
Hacía tiempo que el camino se había adentrado
en el espeso bosque de los Siete Druidas, por lo que los rayos del
sol apenas se filtraban entre las frondosas cúpulas verdes. Aunque
no veía el cielo, Camma sentía el olor a nieve.
Se sentó, apoyando la espalda en el tronco de
un fresno, y lloró.
Mientras cabalgaba, su mente se había aferrado
a la furia más que al dolor. Pero ahora sus defensas habían caído.
Tenía ante sí una elección difícil: su carrera como druidesa era
incompatible con un matrimonio con un hijo del desierto. ¿Iba a
renunciar a ser gran druidesa por un mentiroso, por un hijo del
desierto? ¿Acaso él merecía tal sacrificio por su parte? Sin
embargo… ¿No estaría tratando de justificar esa decisión por
puro egoísmo, porque su deseo de triunfar como druidesa estaba por
encima de cualquier otra cosa, por encima de su familia, de su padre,
de su amado? Pero ¿lo conocía lo suficiente como para dejarlo todo
por él? Era tan misterioso, tan esquivo. Aunque también era cierto
que, de no salir bien el matrimonio, siempre podía divorciarse y
continuar su carrera de druidesa.
Todos esos pensamientos bullían por su mente
como las aguas turbulentas de un río tumultuoso. Se tapó la cara
con las manos y lloró, gimoteó y gritó hasta hartarse.
La amenaza de una gran nevada era cada vez más
palpable, así que, una hora más tarde, ya más calmada, puso el pie
en el estribo de su alazán, agarró con fuerza el arzón y, tras
acariciar con mimo su crin rojiza, reanudó su camino al galope.
Tenía que hablar con el Druida Verde. Solo él podría ayudarla.
Cuando Camma llegó a la cabaña del druida,
nevaba copiosamente. Un manto blanco cubría el muérdago de los
robles que abrazaban la casa; el tétrico aullido del viento ahogaba
cualquier otro sonido del bosque.
Camma se inquietó cuando, al tocar con los
nudillos, nadie respondió a su llamada. Se tranquilizó pensando que
el Druida Verde dormía y entró en el oscuro vestíbulo, ya que la
puerta no estaba cerrada con llave. Inspeccionó en primer lugar el
salón-dormitorio, pero estaba vacío. Entró en la cocina, donde se
encontró con el cuerpo del Druida Verde tendido sobre el suelo.
Tras un instante de angustiosa vacilación, y
una vez superada la sorpresa inicial, la druidesa se acercó a
tomarle el pulso. El fuerte golpe que resonó en el piso superior
hizo que se dirigiera hacia la escalera. Al entrar en el laboratorio
encendió el mechero de gas, que todavía estaba caliente. La ventana
abierta permitía que el viento empujara los copos de nieve al
interior del habitáculo, así que se acercó a cerrarla. Al correr
la falleba descubrió un jirón de tela enganchado en una astilla de
madera.
Camma volvió a la cocina y comprobó con pesar
que el Druida Verde no tenía pulso. Aunque no había ningún rastro
de violencia, tenía un mal presentimiento, que se vio confirmado al
oler el jirón de tela que había encontrado en la ventana.
“Maldición. No es el olor del Druida Verde”, pensó. Sin poder
contenerse, la druidesa gritó, aulló como un lobo herido.
“Lo
siento, Raúl. Ya no tengo elección”, dijo en voz alta. Y, aunque
aún tenía los ojos vidriosos, su mirada se volvió dura como la
piedra.
**
El Druida Índigo, rodeado por los otros cinco
grandes druidas del Consejo de Siete, depositó una hoz, una pala y
varias hojas de muérdago dentro de la tumba. Los seis druidas
lanzaron las ramitas de roble que habían traído desde la cabaña
del finado. El Druida Verde había sido colocado en la fosa de
espaldas, con la cabeza orientada hacia el norte. Iba vestido con una
túnica verde, y sus manos huesudas reposaban sobre la barriga.
Mientras los enterradores colocaban la tapa
sobre el cuerpo y la cubrían de tierra, los seis miembros del
Consejo de Siete cantaban. Era un cántico melancólico, una salmodia
triste que nadaba en las lúgubres notas de la lira de un bardo.
No había dejado de nevar desde el día en que
falleció el Druida Verde, y nadie en el Pueblo Arborícola pensaba
que era una casualidad. Los grandes druidas vivían por y para la
naturaleza, eran parte de ella, por lo que los arborícolas veían en
los copos de nieve las lágrimas de una naturaleza en duelo.
A pesar de la nieve, que ya había formado un
grueso manto blanco a lo largo y ancho del bosque de los Siete
Druidas, una vez terminada la ceremonia los seis grandes druidas se
dirigieron a la mesa circular ubicada en un pequeño claro, donde,
como marcaba la tradición, debían comer y beber en honor del
fallecido.
Una gran masa de gente había acudido al
entierro: algunos sobrinos y primos —ya que no había tenido hijos
y sus hermanos ya habían muerto— druidas, aprendices de la escuela
de druidas, jefes tribales, nobles de Parisii y otras ciudades,
bardos, admiradores, curiosos… Sin embargo, muy poca gente estaba
invitada a la mesa circular. Se encontraban allí, aparte de los
familiares más cercanos, los seis miembros del Consejo de Siete, los
aprendices del Druida Verde, Vercingetórix, tetrarca de Parisii,
junto a cuatro de los siete tetrarcas del Pueblo Arborícola
—Dumnórix, Orgetórix, Boudicca y Cartimandua—, algunos nobles
arb, un bardo y un cuentacuentos.
Los sirvientes portaban una gran variedad de
suculentas viandas: hogazas de pan, carne asada de cerdo, buey y
jabalí, pescado al horno con un adobo de sal, vinagre y comino,
jarras y damajuanas con vino, cerveza, hidromiel y corma, así como
miel, queso y mantequilla.
Camma, vestida con una sencilla túnica roja,
sin adornos ni alhajas, se acercó con sigilo al Druida Índigo.
—Necesito
hablar con usted en privado —le susurró al oído.
El Druida Índigo frunció el ceño pero
accedió. Se adentraron en un pequeño camino que se perdía entre
los robles y abedules. El gran druida la condujo en silencio hasta
una pequeña ermita.
—Dime,
hija. ¿Qué te preocupa? —Su voz era cálida y afectuosa.
—Verá,
maestro, tengo que hablarle… —Se calló. Las palabras se le
trababan en la lengua—. Quiero decirle que estoy segura, muy
segura, de que la muerte del Druida Verde no ha sido… natural.
El rostro del druida se oscureció.
—¿Qué
estás diciendo, hija? ¿Acaso insinúas...? —Levantó las manos—.
No, no —dijo cabeceando—. Tenía ochenta años, hija, y su
corazón se cansó de latir. El forense no ha encontrado ningún
indicio de muerte violenta. Sé que estás apenada y que la tensión
te ha afectado, pero...
—No,
por Cernunnos —le interrumpió Camma—. Cuando llegué a la cabaña
y hallé el cuerpo tendido en la cocina oí un ruido en el piso
superior. Subí enseguida, y encontré que la ventana estaba abierta.
Alguien se había escapado por la tronera dejando un jirón de tela
enganchado en el marco.
—Hija,
eso no demuestra nada, y el forense…
—¡El
forense! —volvió a cortarlo Camma, ya muy exaltada—. No
encontraría ningún indicio de crimen aunque el druida tuviera un
puñal clavado en el corazón.
—¡Ya
basta! —Al druida le temblaba la barbilla—. Vuelve a la mesa y no
menciones este tema nunca más. No hay asesinatos en el Pueblo
Arborícola, recuérdalo. ¿Acaso pretendes mancillar la imagen del
Consejo de Siete? Si mencionas tus sospechas a tu padre o a los
arbociles, serás expulsada de la escuela.
El druida se alejó de la ermita, dejando
profundas huellas en la nieve blanquecina. Camma, desesperada, entró
en la ermita. Tan solo le quedaba el apoyo de los dioses.
Horas más tarde, cuando los tentáculos de la
noche se cernían sobre el bosque, tiñendo de negro la persistente
cortina de nieve, cuando el barullo del festín se había extinguido,
e incluso el bardo, del todo ebrio, había dejado de rasgar su lira,
los seis grandes druidas se retiraron a sus cabañas.
Camma, que no había probado bocado ni bebido
una sola gota, miraba con furia contenida a todos aquellos hombres y
mujeres, incluido su padre, que apenas podían mantenerse en pie, y
que necesitaban la ayuda de sus sirvientes para llegar a las
monturas. A su lado, un desconocido de pelo castaño, cuellilargo y
de ojos grisáceos, cuya túnica blanca estaba manchada de grasa,
permanecía sobrio. La joven druidesa se sorprendió cuando él le
dirigió la palabra mientras jugueteaba con su daga.
—Una
gran pérdida —dijo limpiándose la boca con la manga.
Camma lo fulminó con la mirada. No quería
hablar con nadie ni ver a nadie. ¿Por qué no se habría
emborrachado junto al resto aquel imbécil de modales tan toscos?
—Yo
también era su aprendiz. Ahora el gran druida Diviciaco será mi
maestro. ¿Y quién será el tuyo? ¿Quién te enseñará sus trucos?
—No
es de tu incumbencia —le espetó Camma. Ella se levantó, dispuesta
a marcharse.
—No
tengas tanta prisa, fierecilla.
El desconocido la agarró con fuerza de la
muñeca y la obligó a sentarse de nuevo, a lo que ella respondió
propinándole una sonora bofetada en la mejilla, al tiempo que con la
otra mano blandía su daga en pose amenazante.
—¿Crees
que estoy indefensa porque todos duerman, necio?
—Está
bien —dijo Alan Synórix, levantando las manos—, hablemos sin
ambages y sin preámbulos.
—No
tengo nada que hablar contigo.
—Oh,
sí, te lo aseguro —respondió con voz burlona. Después,
con voz
susurrante, dijo—: Conozco
tu
secreto.
Camma bajó la mano, indecisa. ¿Sabía algo en
realidad o era un farol?
—No
tengo secretos. —Su voz no sonaba muy firme.
—No
te hagas la tonta conmigo, druidesa, si no quieres perder tu título.
Falsificar un consentimiento paterno no está nada, pero que nada
bien.
El viento frío y la nieve apenas conseguían
enfriar el cuerpo de Camma, que se había convertido en un volcán en
erupción.
—¿Qué
quieres? —dijo al tiempo que clavaba su daga en la mesa con furia.
La sonrisa de hiena se dibujó de nuevo en el
rostro de Synórix.
—Bien,
ya vamos calmando esos humos de amazona arborícola. —Camma apretó
los dientes con fuerza, ya que apenas podía contener la rabia que
hervía en su interior—. En primer lugar, quiero que cabalguemos
juntos a la luz de la luna, que bebamos hidromiel abrazados, que
nademos al unísono al compás de la corriente. —Camma lo miraba
con ojos que echaban chispas, pero no dijo nada—. En segundo lugar,
ya que vas a ser aprendiz del Druida Rojo, quiero que me ayudes a
conseguir cierta información.
Un fuerte viento los golpeó de repente, y
Camma percibió un olor que le disgustó, aunque no sabía por qué.
—Así
sea —dijo.
Sin decir nada más, se levantó, montó en su
alazán y partió al galope.
**
Los tallos espigados del trigal se elevaban a
una altura considerable, formando un profundo mar amarillo que se
embravecía al compás de la tramontana. Un helicóptero que
sobrevolaba esas turbulentas aguas comenzó a descender y, como si
hubiera sido engullido por un remolino, se hundió entre los tallos.
Sin embargo, no se trataba de un naufragio, sino de un aterrizaje en
un pequeño helipuerto hábilmente camuflado entre las espigas de
trigo.
Cuando las aspas se detuvieron por completo, un
hombre bien parecido, de tez clara, nariz recta, ancha frente,
gruesas mejillas escondidas tras una espesa barba gris, y cuyo largo
pelo negro estaba recogido en una coleta, abandonó la cabina del
aparato. Llevaba puestas unas botas altas de piel de camello,
pantalones y camisa de franela, y se abrigaba con una chaqueta azul
con cierre de cremallera, muy a la moda en el segundo anillo. Ese
hombre barbudo no era otro que el Hombre Topo, el Hombre de las Mil
Barbas, quien respiraba mejor bajo tierra.
El sujeto se adentró en un estrecho camino
abierto entre las espigas, orientándose sin titubear en las
múltiples bifurcaciones de la senda. Pasado un rato alcanzó su
destino, una cabaña de una sola planta rodeada por siete inmensos
álamos recubiertos de muérdago que parecían pequeños al lado de
los tallos pantagruélicos del trigal.
En el jardín, una figura encorvada regaba las
plantas. Al oír las pisadas sobre la gravilla de la entrada, se
sobresaltó y se irguió, dejando caer la regadera al suelo. Era un
hombre de mediana edad, de ojos verdes y mirada dura aunque bondadosa
a un tiempo.
—Ah,
eres tú —dijo aliviado. Su voz sonaba cascada. Llevaba puesta una
sencilla túnica roja, a juego con su frondosa barba, también roja—.
Hacía tiempo que no venías, Hombre Topo. ¿Acaso necesitas un nuevo
rostro?
El hombre se acercó y abrazó al Druida Rojo.
Éste, tras zafarse de su visitante, lo guió hacia el interior de la
cabaña, que tenía forma circular.
—Tengo
varias sorpresas para ti. Ven.
—¿Por
qué eludes mi abrazo, Druida Rojo? —dijo el Hombre Topo ya dentro
de la cabaña—. Sabes que eres como un padre para mí.
—¡Bah!
—exclamó—. Déjate de sentimentalismos. ¿Olvidas que los
druidas somos hoscos y huraños?
El druida abrió un cajón, del que extrajo una
bolsita de tela. Vació su contenido sobre la mesa; unas hojas
alargadas de color verde claro.
—Aquí
tienes mis nuevas branquiacelgas. Ahora podrás aguantar hasta
treinta minutos con una sola dosis.
—¡Fantástico!
Eres un genio.
—Lo
sé.
—¿Olvidaste
la humildad del druida? —dijo el hombre, frunciendo el entrecejo—.
¿No son el ego y el orgullo perjudiciales según el credo de los
druidas?
El Druida Rojo gesticuló con sus manos
huesudas.
—Vamos,
Hombre Topo. Entre nosotros podemos dejar a un lado las formalidades
y las modestias hipócritas. Déjame ser yo mismo en mi hogar.
El druida sacó de la gaveta dos moldes con
forma de rostro hechos con papeluretano, así como un frasco lleno de
unas hebras anaranjadas.
—Aquí
tienes dos nuevas caras. ¡Ah! Y el invento que te prometí. Debes
masticar dos hebras, ni una más, recuérdalo. Al beberlo, entrarás
en un estado cataléptico que solo un medico con gran experiencia
podrá distinguir de la muerte. El efecto se pasa en unos treinta
minutos. —El druida lo miró con severidad—. Pero úsalo solo en
un caso de emergencia. Es muy peligroso, recuérdalo.
—¿Y
qué hay de mi barba?
—Paciencia,
muchacho, paciencia. —El Druida Rojo abrió una caja con varios
compartimentos. En cada uno de ellos había hojas de diversos
tamaños, texturas y colores—. Ahora podrás elegir la forma, color
y longitud de la barba, el bigote y el pelo. ¿Qué te parece?
—Fenomenal.
¿Qué más puedo pedirte?
—¡Oh!
Aún tengo que enseñarte mi sorpresa final. Pero antes de eso
bebamos un buen caipirícola. Vamos a prepararlo con aguardiente de
una nueva variedad de márbol que he plantado. Ven.
Los dos hombres salieron de nuevo al jardín,
rodearon la cabaña y se acercaron a un árbol no muy grande, de
ramas bajas, en el que crecían unas frutas de color verde del tamaño
de naranjas. El druida alzó la mano y arrancó una de las frutas.
Tras limpiar la capa de nieve que lo cubría, partió el márbol por
la mitad con un certero golpe de cuchillo. Cada una de las dos
mitades tenía un hueso ovalado de gran dureza en el centro. La carne
era roja, casi púrpura.
—Parece
un márbol normal y corriente —dijo mientras devoraba su mitad de
la fruta—. Tampoco se diferencia en el sabor, que es igual de
dulzón pero con un deje amargo. Sin embargo, su aguardiente es
distinto. He conseguido una nueva variedad de caipirícola, ya verás.
Se dirigieron a un pequeño cobertizo situado
en la parte trasera del jardín. De pronto, el silencio del lugar se
vio roto por cuatro sonoros graznidos emitidos por un cuervo que
sobrevolaba la casa. En respuesta, el Druida Rojo ululó como un
búho.
—¡Vaya!
Tan pronto —se quejó el druida.
—¿Es
algún tipo de señal? —dijo sorprendido el Hombre Topo.
—En
efecto. El domingo debo asistir a una reunión urgente del Consejo de
Siete.
—Bien.
Veo que estáis a la última en telecomunicaciones —se burló el
Hombre Topo.
—Nosotros
no necesitamos la esclavitud de vuestras radios y cables de cobre,
Hombre Topo —dijo el druida, molesto—. Tras la muerte del Druida
Verde, ha quedado vacante una plaza en el Consejo. Debemos organizar
el concurso para cubrir el puesto. Va a ser todo un acontecimiento en
Parisii.
Entraron en el cobertizo, donde el druida tenía
instalada una pequeña destilería. El Druida Rojo alcanzó una
redoma llena de aguardiente de márbol y la vació en una coctelera,
tras lo cual exprimió un limón y una naranja, condimentando la
mezcla con dos cucharadas de azúcar.
—A
priori, el candidato a batir es el gran druida Diviciaco —siguió
diciendo el druida mientras mezclaba a conciencia los ingredientes—.
No obstante, algunos miembros del Consejo no lo ven con buenos ojos,
ya que es partidario de que seamos más agresivos con el Imperio para
forzarlos a negociar.
—Y
entre ellos estás tú, supongo.
—Muy
perspicaz. Pienso entrenar a un rival difícil.
El Hombre Topo enarcó las cejas.
—¿Acaso
no me crees capaz? ¿No conoces todas mis genialidades? —se enfadó
el druida.
—En
absoluto. Pero pensaba que no admitías aprendices. Es tan difícil
que recibas a alguien en tu cabaña, apartada del mundanal ruido.
—El
Druida Verde tenía una aprendiz de gran talento. —El druida
terminó de preparar la bebida y la cató. Hizo un gesto afirmativo
con la cabeza—. Tengo poco tiempo, pero pienso convertirla en gran
druidesa en un mes, justo a tiempo para que pueda presentarse a las
pruebas. Esa chica tiene mucho talento, quizá ocupara el segundo
puesto en el ranking de aprendices del Druida Verde.
—¡Ah!
—exclamó el Hombre Topo con una sonrisa—. ¿Y quién ocupaba el
primer puesto? Por cierto —añadió—, un caipirícola
extraordinario.
—Gracias.
El primer puesto siempre lo he ocupado yo, por supuesto, menuda
pregunta —gruñó el druida—. Camma ha heredado el don del olfato
del Druida Verde, una virtud que yo nunca tuve. ¡Qué fatalidad!
Morir cuando, por fin, tras muchos años, había encontrado al
aprendiz de sus sueños.
El Hombre de las Mil Barbas frunció el ceño,
contrariado. El Druida Rojo notó su expresión.
—¿Ocurre
algo?
—No,
no, en absoluto —dijo de forma poco convincente mientras apuraba su
copa de un trago.
—Verás,
me hace falta tu ayuda. Sé que estás muy ocupado, pero necesito que
entre andanza y andanza la vigiles, y la protejas si es necesario.
—¿De
qué estás hablando? —preguntó, alarmado, el Hombre Topo—.
Sabes que solo puedo visitar el Pueblo Arborícola de tanto en
cuanto.
—Esa
chica es muy inteligente —sin ninguna duda— pero muy dura de
mollera. —El druida salió del cobertizo y regresó a la cabaña
dando grandes zancadas, ya que volvía a nevar—. Se le ha metido en
la cabeza que el Druida Verde ha sido asesinado. ¡Y se lo ha dicho
al Druida Índigo! Me va a costar convencerlo para que la admita a
las pruebas.
—¿Y
tú crees que se equivoca?
—Eso
ahora es irrelevante. Lo importante es el puesto en el Consejo de
Siete.
—¿Te
burlas de mí o te has vuelto un cínico?
—Escucha,
hijo del desierto —bramó el Druida Rojo, que solo lo llamaba así
cuando se enfadaba—, tú todavía no entiendes a este pueblo. Nunca
ha habido asesinatos en el Pueblo Arborícola, y no los habrá por el
momento, existan o no en realidad. Destapar un crimen semejante
pondría en peligro la estabilidad de nuestro pueblo, eliminaría
nuestro frágil equilibrio y nos dejaría expuestos al enemigo. ¿Lo
comprendes?
—No.
¿Pretendes decirme que hemos de encubrir un asesinato y que eso es
lo correcto?
—Yo
no he dicho que haya habido ningún asesinato ni que vaya a
encubrirlo, joven idealista.
—Claro,
tan solo que nadie moverá un dedo por investigar qué ocurrió.
El druida se dejó caer pesadamente sobre una
silla, arrugando la frente.
—Escucha,
no es el momento de nadar contra corriente. Yo pienso navegar a favor
de ella, aunque a veces no me guste hacia donde gira el cauce. De
esta manera es posible que consiga desviarlo en el momento adecuado.
—Me
decepcionas.
—Hombre
Topo, te prohíbo que actúes en el Pueblo Arborícola. Lleva
adelante tu ideal de justicia en el Imperio, lánzate de cabeza si
quieres, que tendrás todo mi apoyo como hasta ahora. Pero aquí
limítate a vigilar a Camma, ayúdame a evitar que se meta en un lío.
¿De acuerdo?
—De
acuerdo —respondió con resignación.
—Perfecto
—dijo satisfecho—. Entonces ha llegado el momento de que veas la
sorpresa que te he preparado.
El druida se levantó y lo
agarró del brazo, arrastrándolo tras él. La cabaña, que carecía
de habitaciones separadas, se encontraba
dividida en dos
compartimentos por una cortina de tela basta suspendida de un riel
metálico. El druida la descorrió y dejó a la vista su laboratorio.
Era la primera vez que se lo enseñaba a alguien, la primera que el
Hombre Topo tenía ocasión de entrar en él. Se sorprendió del
primoroso orden reinante, de la pulcritud y la impoluta higiene del
lugar, en contraste con el desorden del habitáculo principal de la
cabaña. Cuando el Hombre Topo se adelantó dos pasos, el druida lo
retuvo con brusquedad.
—No
toques nada —le gruñó.
A diferencia del compartimento principal, donde
el suelo era de piedra pulida, aquí estaba hecho de madera de roble.
Había una estantería repleta de libros, varios anaqueles con
frascos y cajas, colocados en un orden perfecto y claramente
identificados por una etiqueta, así como una mesa de trabajo sin una
mota de polvo, sobre la que descansaba un grueso volumen de botánica
junto a una hoja de papiro en blanco. Todo estaba limpio y aseado.
Del techo colgaban ramas de muérdago que formaban una espesa cortina
sobre la mesa. El Druida Rojo las apartó con la mano, dejando al
descubierto una liana de la que colgaba algo semejante a un trozo de
plástico transparente. Soltó las pinzas que lo sujetaban y se lo
mostró con orgullo a su invitado, quien lo miraba con extrañeza e
incredulidad.
—Vamos,
vamos, no te quedes mirando como un pasmarote. Quítate la túnica
—volvió a gruñir el druida.
A pesar del frío que sentía, el Hombre Topo
obedeció de inmediato, ya que la experiencia le había enseñado a
confiar a ciegas en las extravagancias de su anfitrión. Por eso no
se movió un milímetro cuando el druida pegó la extraña prenda
sobre su torso desnudo, ni cuando comenzó a sentir un molesto picor
por el pecho y la espalda, ni siquiera cuando ese picor se transformó
en una corriente de calor que parecía iba a abrasarlo. Pero, al
final, todas las sensaciones desagradables desaparecieron, incluidos
el frío y el calor.
Llevaba puesto una especie de chaleco de un
material desconocido, mullido, suave al tacto, que abrigaba bien y se
adhería a la piel como una lapa.
—Dame
tu pistola láser —le ordenó el druida.
El hombre que respiraba mejor bajo tierra
obedeció. Acto seguido, el druida apuntó el arma directamente al
centro de su pecho.
Disparó.
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