viernes, 22 de noviembre de 2013

Sorteo de varios ejemplares digitales de "Hijos del desierto"



Como anuncié ayer, Hijos de desierto ya está disponible en la editorial Literanda.

Como campaña promocional voy a sortear 10 ejemplares digitales de la novela (epub, mobi o pdf).

Las normas del sorteo son las siguientes:

  1. Para participar es necesario dejar un comentario en esta entrada indicando el nombre o nick. No es necesario hacerse seguidor del blog, aunque si lo hacéis, seréis bienvenidos.
  2. El plazo para incribirse termina el sábado 30 de noviembre a las 24 horas. 
  3. El domingo 1 de diciembre se efectuará el sorteo a través de random.org y se publicará la lista de los ganadores.
  4. Los ganadores deberán enviar un correo a valerojos6@gmail.com indicando el formato en que desean el libro en un plazo máximo de cinco días (es decir, hasta el viernes 6 de diciembre).

jueves, 21 de noviembre de 2013

"Hijos del desierto", ya a la venta en Literanda



http://www.literanda.com/index.php/librerias/autor/narrativa-contemporanea/valero-cuadra-jose/144-hijos-del-desierto


Sinopsis:

¿Te imaginas un mundo futuro desértico, azotado por inundaciones de hojas? ¿Te imaginas un imperio del futuro, más atrasado tecnológicamente, en el que los árboles y las plantas son odiados, pero en el que sobrevive una isla de verdor? La ciudad de Estrasburgo es sepultada bajo toneladas de hojarasca. ¿Qué misterio se esconde tras la lluvia de hojas? ¿Sobrevivirá el Imperio a la invasión arbórea?
Descúbrelo en Hijos del desierto, una novela de ciencia ficción en la que hay aventuras, intrigas y misterios por resolver.



 
La novela Hijos del desierto ya está disponible en la editorial Literanda en formato electrónico al módico precio de 1.65 euros.

Se puede descargar en los formatos epub, mobi o pdf y no tiene DRM.

Literanda es una editorial digital en la que se publican libros de autores nóveles bien gratuitamente o a un módico precio. También se pueden descargar gratis gran cantidad de obras clásicas. Literanda ofrece libros bien maquetados, con portadas atractivas y a precios bajos. Vale la pena visitar su página web y echar un vistazo.

Es una alegría para mí ver publicada una novela a la que he dedicado años de esfuerzo.
 
Hijos del desierto es una novela de ciencia ficción coral, en la que también hay acción, misterios y una sociedad futura muy distinta a la nuestra. 

¡Espero que os guste!

 

 




 


















martes, 19 de noviembre de 2013

Capítulo 3 de "Hijos del desierto"


La novela Hijos del desierto está ya en el horno, a punto de ser publicada en la editorial Literanda. 

De momento, os dejo el tercer capítulo.

 
Capítulo 3: Algunos desencuentros


El druida se mesó su larga barba verde, abriendo su boca en una inusitada expresión de alegría. Sin sentir apenas el peso de sus más de ochenta años, se agachó con agilidad hasta alcanzar el tallo de la planta de hojas oblongas y aserradas que crecía a sus pies. Tras cortar el tallo con una pequeña hoz, acercó la planta a sus fosas nasales y disfrutó por unos segundos de su aroma.
Disfruta de la fragancia, aprendiz Synórix, empápate de ella —dijo. Su voz era grave—. El olfato es mi gran virtud, el don que me distingue del resto. Gracias a él pertenezco al Consejo de Siete.
El Druida Verde miró al cielo. Oteó las brumas que se perdían en la espesura del bosque. Las aletas de su nariz gruesa y ganchuda se movían sin parar, rastreando el aire.
Pronto comenzará a nevar. ¿Puedes olerlo, aprendiz? —Alan Synórix no respondió. Permanecía quieto, envuelto en su cálida túnica blanca forrada con lana de oveja. Una bufanda amarilla se enroscaba por su largo cuello cual serpiente. —No, claro que no. Dime, ¿has captado la esencia de la fragancia de esta planta? ¿Hemos tenido éxito?
Es difícil saberlo.
¡Bah! —respondió irritado—. Está claro que me equivoqué contigo. Un buen druida ha de ser capaz de fundirse con la naturaleza, de impregnarse de ella, sentirla, palparla, ser parte de ella. Tú no tienes talento para los olores, ni ningún otro que yo haya notado.
En respuesta al enfado del druida, un fuerte viento comenzó a rugir, levantando las faldas de su túnica verde. El Druida Verde apretó el cíngulo en su cintura, se ajustó la torques de oro que adornaban su cuello y se dirigió hacia su morada, una cabaña de dos pisos construida con troncos de roble. El techo de paja estaba reforzado con piedras que, amarradas con cuerdas, colgaban de los postes de la estructura interna. Bien poco se podía ver de la fachada, ya que se encontraba recubierta de hiedra a excepción de la puerta de entrada y tres ventanas, que no eran más que pequeñas troneras acristaladas. La casa se hallaba resguardada bajo la sombra de siete inmensos robles, sobre cuyos gruesos troncos y ramas crecía el muérdago. Las ramas se fundían en un abrazo con la cabaña, sobre la que tejían un enmarañado tapiz que apenas dejaba visible la cubierta de la techumbre. A lo largo del perímetro las raíces amenazaban con invadir la choza, formaban anchas ondas que se asemejaban a un mar encabritado.
A medida que se acercaba al porche de la casa, los largos pies del druida dejaban profundas huellas en la tierra húmeda.
Gran druida Sinatos —gritó—. Quizá no me interesen en absoluto sus plantas medicinales; quizá encontraría en mí muchas virtudes si me enseñara lo que deseo aprender. Creemos plantas depredadoras, plantas que devoren a aquéllos que nos molesten.
La cara del druida adquirió la tonalidad de la grana. Se giró, apoyándose en su cayado con las dos manos.
No vuelvas a hablarme en ese tono, jovencito. Soy un gran druida, un miembro del Consejo de Siete, alguien dotado con un don especial. Me debes respeto y sumisión, no lo olvides.
Sí, lo sé, debo sumisión al genio”, masculló entre dientes Synórix.
Pido que me disculpe, gran druida —dijo Alan bajando la cabeza—. He sido muy desconsiderado.
El Druida Verde se ablandó, si bien permaneció con el ceño fruncido, las espesas cejas canas abrazadas.
Recuérdalo. Los druidas creamos, nunca destruimos. Amamos la naturaleza, formamos parte de ella, y por ello llevamos una vida ascética, lejos de las ciudades, inmersos en los bosques.
¡Vaya! Creo que, a pesar de su vida ascética, no se ha privado de encuentros con las druidesas —contestó en tono jocoso.
Aprendiz Synórix —dijo con voz severa el druida—, a veces te comportas y hablas como un hijo del desierto. Si no fuera por tu cabello castaño, tus ojos grises, y porque hablas arborícola con acento genuino de Parisii, pensaría…
En lugar de terminar la frase, soltó un gruñido, dio media vuelta y continuó caminado por el camino de tierra. Alan Synórix lo siguió. Los primeros copos de nieve, empujados por el viento, comenzaron a caer.
La cabaña tenía un pequeño vestíbulo que daba acceso a la cocina y a un salón-dormitorio. La decoración era austera: había un banco, un perchero del que colgaban varias túnicas y un pequeño aplique de gas apagado. Las paredes y el techo eran lisas, sin adornos.
Entraron en la cocina, la cual, en contraste, se encontraba abarrotada de diversos utensilios que colgaban del techo: peroles, marmitas, ollas, hoces, azadas, picos, horcas, bieldos, horquillas, rastrillos, martillos, almádenas, cuchillos, todo tipo de aperos de labranza, así como sacos de varios tamaños que contenían semillas. El druida se subió a un taburete para alcanzar una pequeña olla que rellenó de agua. La colocó en el horno de leña y preparó una infusión con las hojas oblongas verde amarillentas que había cortado en el jardín. La cocina se inundó de un olor ácido, avinagrado. El druida removió el agua con una cuchara de madera durante unos segundos y, tras cerrar los postigos de la ventana y correr las cortinas de tela basta, se sentó a la mesa a esperar.
Perdone que insista, gran druida Sinatos —comenzó a decir Alan. El druida enarcó sus pobladas cejas al tiempo que, usando diestramente su bastón, apartaba a un rincón los tarros que se encontraban esparcidos por el suelo—. Usted conoce las lluvias de hojas que están asolando las ciudades fronterizas del Imperio. El emperador cree que es obra de los druidas. Si encontráramos un antídoto…
¡Basta! —rugió el druida—. ¿Acaso piensas que nos haría algún bien ser sus benefactores?
Dejarían de vernos como a enemigos.
¿Eres ingenuo o intentas tomarme el pelo? —respondió el druida, cuyos ojos echaban chispas—. Necesitamos que nos teman, que respeten nuestro poder, que crean que somos magos. De lo contrario nadie los detendrá, arrasarán nuestro pueblo y nuestros bosques, el desierto nos devorará. Gracias al miedo, nuestro pueblo se mantiene en equilibrio y simbiosis con el Imperio.
El druida se levantó, apagó el fuego y vertió la infusión hirviente en sendas tazas de porcelana. Synórix se sentó, apoyando los codos sobre la mesa.
¿Por qué los druidas son siempre tan huraños y desagradables?
¿Son? Veo que no te consideras uno de nosotros. —El druida depositó las tazas sobre la superficie rugosa de la mesa—. Y haces bien, ya que he decidido expulsarte de la escuela de druidas.
Alan Synórix no se inmutó.
Nunca serás un buen druida, así que es mejor que abandones cuanto antes. Está claro que me equivoqué contigo. No pretendo que tengas el talento del Druida Rojo, mi mejor alumno, sin duda, pero sí un mínimo, algo. —Cabeceó—. No, no hay ni una pizca en ti, ni el más mínimo atisbo. —Levantó la taza y bebió—. Mi obsesión ha sido siempre transmitir mi don. El Druida Rojo es un genio creador, pero nunca desarrolló su sentido olfativo. Mi única esperanza es Camma. Tengo que estimular su talento para los olores y convertirla en gran druidesa; quizá herede mi puesto en el Consejo de Siete cuando yo me vaya.
Alan sonrió con desprecio.
Ya que estoy sentenciado, ¿me permite una última pregunta, un último deseo? —El druida asintió, cabizbajo—. ¿Tiene alguna información sobre la Hermandad de la Luna Oculta? Sé que un gran druida del Consejo de Siete guarda esa información en secreto.
El Druida Verde se levantó de golpe, volcando la taza y vertiendo su contenido por la mesa y el suelo. Su rostro estaba pálido como la cera. Levantó su cayado de forma amenazadora.
¡Por Cernunnos! No sé nada de ninguna hermandad. ¿Quién eres, qué quieres, hijo del desierto? ¿O acaso eres un desertícola?
¿Vas a golpearme con ese bastón, vejestorio? ¿Quieres saber quién soy? Te lo diré: soy un chantajista, un extorsionador, un experto en venenos, un agente imperial en misión especial. ¿Qué le ha pasado a tu olfato? ¿No has detectado todo esto con tu gorda nariz de sabueso?
Sinatos, encolerizado, se lanzó hacia delante blandiendo su cayado con la clara intención de golpear a Synórix. Éste fintó con rapidez, de manera que el druida golpeó el suelo con el bastón, trastabilló y cayó de bruces. El agente le arrebató el arma; le dio la vuelta, dejándolo tendido de espaldas.
Bien, Druida Verde, ahora voy a aclararte cuáles son mis talentos. Antes me preguntaste si había tenido éxito con esa planta que con tanto deleite has bebido. Por supuesto que sí, aunque quizá no el éxito que tú esperabas. —Consultó su reloj—. Dentro de cinco minutos comenzarás a sentir sueño, se te cerrarán los párpados, y dos o tres minutos después estarás profundamente dormido. Ya no despertarás jamás. ¿Te parece ahora que no tengo talento? He aprendido mucho de ti, maestro; lástima que no encamine esos conocimientos en la dirección que tú desearías.
¡Canalla! —masculló el druida mientras trataba de sentarse.
Me queda poco tiempo, así que voy a explicarte algunas cositas, hombre de roble. ¿No fue tu antepasado, en la noche de los tiempos, cuando aún no existía el Imperio, quien inventó los árboles de crecimiento rápido? ¡Oh! Fue algo revolucionario, fantástico. Pero ¿cuál fue el resultado? ¿Acaso esperaba él una repoblación mundial, un planeta convertido en un bosque continuo? —Synórix chasqueó con la lengua—. Todo lo contrario: el mundo utilizó el invento para librarse de los árboles y extender el desierto. Muy loable intención con un desenlace fatídico.
Te olvidas del Pueblo Arborícola. Gracias a él pudimos repoblar todos estos bosques.
¡Oh! Perdón, me he olvidado de esta isla perdida en la inmensidad de un océano de arena.
El druida había conseguido ponerse en cuclillas y trataba de incorporarse.
¿Qué se podía esperar de su descendiente? Ayudaste al noble Gutenberg a crear el papeluretano, rompiendo las reglas comerciales de tu propio pueblo.
¿Cómo diablos…? —dijo el druida, que había conseguido sentarse en la silla de nuevo.
¿Que cómo lo sé? Estuve espiando a Gutenberg durante meses. Un trabajo duro pero que rindió sus frutos.
¿Qué puedes entender tú, hijo del desierto? Convertir árboles en papel es un grave pecado en nuestra religión. La invención del papeluretano acabó con esa costumbre bárbara.
¡Oh, sí! Sin embargo, los bosques de crecimiento rápido fueron destruidos. Una loable intención con un desenlace fatídico. Qué ironía. Así que, ¿quién es aquí el destructor de la naturaleza?
El Druida Verde apoyó la cabeza sobre la mesa y cerró los párpados. Segundos más tarde, dormía.
Tras eliminar cualquier rastro de la infusión ponzoñosa, Synórix se apresuró a subir por la escalera de caracol que ascendía al segundo piso, donde se encontraba el laboratorio del druida. Los peldaños de madera crujían sonoramente bajo su peso. Al entrar sintió el azote de un olor pestilente, una miasma de materia orgánica en descomposición, por lo que se tapó la boca y la nariz con el embozo de la túnica.
El interior del habitáculo estaba sumido en semipenumbra debido a la tormenta de nieve, que arreciaba con fuerza y tapaba la luz del sol, por lo que Alan encendió el mechero de gas situado a la derecha de la entrada. Flanqueó la puerta con cuidado, tratando de evitar pisar alguna de las retortas, pipetas o alambiques diseminados de forma desordenada por el suelo. No debía dejar ningún rastro de violencia en la cabaña. No existían los asesinatos en el Pueblo Arborícola, y él no pretendía que esa costumbre se viera quebrantada en ese momento.
A su izquierda encontró una pared abarrotada de anaqueles sobre los que había infinidad de frascos, manojos de hierbas y algunas herramientas. A su derecha, tiestos, toneles y tinajas se empujaban unos a otros. Algunos estaban vacíos, otros rellenos de tierra o de alimentos, y en unos pocos crecían plantas, a pesar de la escasa iluminación del habitáculo. Al fondo había una cubeta llena de agua verdosa, en la que nadaban restos de plantas en descomposición. El olor putrefacto procedía de allí. Al lado vio un inmenso baúl de madera con herrajes y manijas de hierro forjado.
El agente sorteó con cuidado los utensilios de laboratorio desperdigados y se acercó al baúl, armado con una fíbula de su túnica. Apenas unos segundos le fueron necesarios para vencer la tímida resistencia de los dos candados que custodiaban el cofre. Al abrirlo, la tapa hizo chirriar las oxidadas bisagras.
Una vaharada de olor rancio lo sacudió al tiempo que decenas de bichos corrían despavoridos. El interior del baúl estaba polvoriento y adornado con algunas telarañas. Synórix extrajo con cuidado dos cajitas profusamente adornadas con figuras de Cernunnos y Epona en relieve, varias torques de oro y algunas sortijas. Debajo había dos resmas de papiro, que colocó con delicadeza en el suelo. Las hojas estaban muy gastadas, ajadas y amarillentas; daba la sensación de que iban a disolverse en las manos al más mínimo movimiento.
Alan fue examinando los documentos uno a uno, con paciencia y parsimonia. Una hora más tarde había llegado al final sin encontrar ni rastro de lo que buscaba. Maldiciendo entre dientes levantó furioso la última hoja de papiro y, aunque no había ninguna información sobre la Hermandad de la Luna Oculta, la sonrisa de hiena se dibujó en su rostro. “Bien, por lo menos no todo ha sido en vano. Camma, conozco tu secreto”.
Tras colocar de nuevo todo en su sitio, cerrar el baúl y apagar el mechero de gas, Synórix se dirigía hacia la escalera cuando oyó entre el fragor del viento el trote de un caballo. “Maldición”, se dijo. Ya no tenía tiempo de regresar a la planta baja, así que cambió el rumbo y se acercó a la pequeña ventana, desde la que podía saltar sin dificultad a una de las ramas bajas de los robles. Al descorrer la falleba, un golpe de viento empujó las hojas de la ventana, que chocaron con estrépito contra la pared tras golpearle a Alan en un brazo. Synórix oyó el crujido de los peldaños de la escalera, por lo que trepó con presura hasta el alféizar y se escurrió por la angosta tronera, luchando con denuedo contra el empuje del viento y los copos de nieve. Al final, saltó a una rama y se perdió entre la espesura.

**

Camma estaba acostada de espaldas sobre la cama, con los brazos en cruz, desnuda. Sus largas trenzas caían en cascada por la almohada de plumas formando un arco casi perfecto. Su piel era blanca como la leche, las areolas de sus pezones de un color rosa tenue, su rostro de un pálido fantasmal; el pelo lo tenía rubio, casi blanquecino, los ojos de un azul tan claro que casi se podía mirar en su interior como en una vitrina; todo en ella era vaporoso, inconsistente, transparente, casi tan inmaterial como un espectro.
Mientras escuchaba el crepitar del fuego que ardía en el hogar, sentía que el karma interior crecía más y más, adueñándose de sus sentidos, eliminando cualquier vestigio de ansiedad. Se sentía feliz, plena, enamorada. Su hombre misterioso se había marchado temprano, pero no tardaría en regresar.
Su padre también estaba al caer, y debía estar preparada para su encuentro. Era un día importante, en el que podía quedar resuelto uno de los problemas que tenía con él. En cuanto al segundo, si bien caminaba al filo de la navaja, lo tenía controlado, o eso creía. Ya era druidesa, y esperaba, gracias a su talento, conseguir en poco tiempo el grado de gran druidesa. Sabía que estaba siendo vencida por el abrazo de la vanidad, pero no le importaba si eso la ayudaba a conseguir sus objetivos. Aunque su padre era rudo y cabezota, un hueso duro de roer, tenía buen corazón, y ella pensaba que terminaría por aceptar lo inevitable.
Con renuencia, se levantó de la cama. Durante breves instantes —y como tenía por costumbre— se miró al espejo de pie situado a la derecha del lecho, junto al tocador. El marco estaba adornado con volutas y figuras de animales y seres fabulosos. Una vez satisfecho su narcisismo, untó su rostro con una crema que ella misma había elaborado, se peinó y se arregló las trenzas.
Abrió el armario y eligió una falda de tartán a cuadros junto a una blusa marrón a juego. Tras cerrar los broches de la blusa sobre los hombros, se puso su collar de cuentas preferido, así como brazaletes y ajorcas en sendas muñecas. Completó su atuendo con un manto que anudó sobre el hombro derecho y unas botas de suela de cáñamo que ató a sus tobillos.
Estaba terminando de maquillarse cuando sintió un beso en su cuello.
¿Cómo puedes ser tan sigiloso, hombre misterioso? —dijo mientras se daba la vuelta y abrazaba a Raúl. La expresión del rostro del agente era cálida, alejada de su habitual frialdad—. ¿Por qué te has ido? Después de un mes sin visitarme, podías tener más consideración.
Qué guapa estás. Si no fuera porque tu padre está al caer… —dijo mientras la volvía a besar. Ella lo apartó suavemente con un mohín en los labios.
¿Nunca me vas a contestar? Sé tan poco de ti.
Es parte de mi encanto.
Admito que me atrae esa aureola de misterio que te envuelve, pero me carcome la curiosidad. ¿No es contradictorio? —Camma salió un momento y volvió con una damajuana que depositó en el tocador—. Dime, Raúl, ¿cuándo vas a dejar crecer tu pelo? ¿Por qué lo llevas siempre rapado? ¿Y qué hay de la barba? A las mujeres arborícolas nos gustan los bigotes largos y las barbas frondosas.
Es un secreto, Camma —respondió encogiéndose de hombros.
Ella se sintió algo decepcionada por la respuesta, aunque bien era cierto que él tampoco sabía nada de ella, ya que hasta ese momento se habían visto de forma clandestina en los bosques, lejos de Parisii. Había sido un amor furtivo, y era la primera vez que lo invitaba a su casa. Pero ahora le iba a presentar a su padre, y por tanto a revelarle quién era. ¿No merecía algo a cambio?
El relincho de un caballo puso término a la conversación, para alivio de Raúl. Éste se puso su pelliza de lana y salió por la puerta trasera.
Buenos días, Camma —tronó la potente voz de Vercingetórix, el padre de Camma. Era un hombre fornido, de anchas caderas y pronunciada barriga, cuyos brazos y piernas parecían barriles de lo gruesos que eran. Sus bigotes en forma de herradura caían por debajo de la barbilla. Llevaba el pelo peinado hacia arriba, de punta—. ¿Cómo está mi hija preferida?
¿Acaso tienes más hijos, padre?
Es difícil saberlo. ¡Ja, ja, ja! —rió socarronamente—. Nunca me privé de retozar en la ribera del río. Y tú deberías seguir mi ejemplo. ¿Sabes que los mozos te consideran un bicho raro? Así nunca encontrarás a quien ofrecer agua para que se lave las manos. ¿Te he contado cómo conocí a tu madre?
Sí, mil veces —resopló Camma.
Guiado por su olfato, el padre de Camma reparó en una damajuana bien provista de vino.
¡Vaya! —exclamó—. ¿Celebramos algo a tan temprana hora? —preguntó, olisqueando el contenido de la vasija—. ¿Vas a dejar esa escuela agrícola? En ese caso, tengo una oferta suculenta. —Camma bajo la cabeza, consternada—. Ya sabes que el Druida Violeta ha creado un nuevo cosmético que está haciendo furor entre las féminas. Sus hijas se van a encargar de la producción y venta a gran escala, y tú podrías unirte a ellas. ¿Qué te parece?
Camma vertió el vino de la damajuana en tres grandes vasos. Su padre, intrigado, se mordió la lengua y no preguntó para quién era el tercero.
Papá, no me interesa en absoluto. Terminaré la escuela agrícola y dentro de dos meses y medio, cuando cumpla veinte, no necesitaré tu permiso para entrar en la escuela de druidas.
Por Belenus que me exasperas, Camma —rugió Vercingetórix.
Papá, hoy tengo una buena noticia. Ya he elegido a quien ofreceré agua para que se lave las manos, aquél con quien beberé hidromiel bajo la luz de la luna.
Vercingetórix abrió los ojos, desconcertado.
Por Belenus, qué calladito te lo tenías. ¿Y quién es el afortunado pretendiente?
Camma abrió la puerta trasera y Raúl entró, acompañado por un viento gélido que convirtió al padre de Camma en una estatua de hielo, pues su rostro quedó congelado en una mueca de asombro y perplejidad. Al entrar, Raúl tampoco fue capaz de evitar mostrar su desconcierto. A pesar de la tensión en el ambiente, Camma ofreció a ambos el vino que había preparado para la ocasión. Vercingetórix apuró su vaso de un trago.
Parece que os conocéis —acertó a decir Camma.
Fue entonces cuando Vercingetórix estalló como una caldera a presión.
Hija, eso ahora es irrelevante. Debes saber que él es un hijo del desierto. ¿Acaso no te has dado cuenta?
Te equivocas. Sus padres eran conversos, pero él nació aquí, se crió aquí. Aunque por su aspecto no parezca un arborícola, sí lo es.
¿Eso te ha dicho?
Camma miró a Raúl, quien bajó la cabeza.
De acuerdo —se enfureció Camma—. ¿De qué os conocéis?
Ambos miraron a Camma sin abrir la boca.
Muy bien. Juguemos a los secretos.
Camma salió de la casa, ensilló su caballo y, sin despedirse, partió al galope.
Aún no era mediodía cuando tuvo que detenerse a descansar. Habían sido dos horas de duro camino, y el caballo estaba exhausto, a punto de reventar. Bajó a tierra y, tras acariciarlo por la grupa, lo condujo tirando de las riendas hasta un riachuelo donde pudiera calmar la sed. El alazán piafaba y escupía espuma por la boca. Sus ollares se abrían y cerraban al compás de su respiración entrecortada.
Hacía tiempo que el camino se había adentrado en el espeso bosque de los Siete Druidas, por lo que los rayos del sol apenas se filtraban entre las frondosas cúpulas verdes. Aunque no veía el cielo, Camma sentía el olor a nieve.
Se sentó, apoyando la espalda en el tronco de un fresno, y lloró.
Mientras cabalgaba, su mente se había aferrado a la furia más que al dolor. Pero ahora sus defensas habían caído. Tenía ante sí una elección difícil: su carrera como druidesa era incompatible con un matrimonio con un hijo del desierto. ¿Iba a renunciar a ser gran druidesa por un mentiroso, por un hijo del desierto? ¿Acaso él merecía tal sacrificio por su parte? Sin embargo… ¿No estaría tratando de justificar esa decisión por puro egoísmo, porque su deseo de triunfar como druidesa estaba por encima de cualquier otra cosa, por encima de su familia, de su padre, de su amado? Pero ¿lo conocía lo suficiente como para dejarlo todo por él? Era tan misterioso, tan esquivo. Aunque también era cierto que, de no salir bien el matrimonio, siempre podía divorciarse y continuar su carrera de druidesa.
Todos esos pensamientos bullían por su mente como las aguas turbulentas de un río tumultuoso. Se tapó la cara con las manos y lloró, gimoteó y gritó hasta hartarse.
La amenaza de una gran nevada era cada vez más palpable, así que, una hora más tarde, ya más calmada, puso el pie en el estribo de su alazán, agarró con fuerza el arzón y, tras acariciar con mimo su crin rojiza, reanudó su camino al galope. Tenía que hablar con el Druida Verde. Solo él podría ayudarla.
Cuando Camma llegó a la cabaña del druida, nevaba copiosamente. Un manto blanco cubría el muérdago de los robles que abrazaban la casa; el tétrico aullido del viento ahogaba cualquier otro sonido del bosque.
Camma se inquietó cuando, al tocar con los nudillos, nadie respondió a su llamada. Se tranquilizó pensando que el Druida Verde dormía y entró en el oscuro vestíbulo, ya que la puerta no estaba cerrada con llave. Inspeccionó en primer lugar el salón-dormitorio, pero estaba vacío. Entró en la cocina, donde se encontró con el cuerpo del Druida Verde tendido sobre el suelo.
Tras un instante de angustiosa vacilación, y una vez superada la sorpresa inicial, la druidesa se acercó a tomarle el pulso. El fuerte golpe que resonó en el piso superior hizo que se dirigiera hacia la escalera. Al entrar en el laboratorio encendió el mechero de gas, que todavía estaba caliente. La ventana abierta permitía que el viento empujara los copos de nieve al interior del habitáculo, así que se acercó a cerrarla. Al correr la falleba descubrió un jirón de tela enganchado en una astilla de madera.
Camma volvió a la cocina y comprobó con pesar que el Druida Verde no tenía pulso. Aunque no había ningún rastro de violencia, tenía un mal presentimiento, que se vio confirmado al oler el jirón de tela que había encontrado en la ventana. “Maldición. No es el olor del Druida Verde”, pensó. Sin poder contenerse, la druidesa gritó, aulló como un lobo herido.
Lo siento, Raúl. Ya no tengo elección”, dijo en voz alta. Y, aunque aún tenía los ojos vidriosos, su mirada se volvió dura como la piedra.

**

El Druida Índigo, rodeado por los otros cinco grandes druidas del Consejo de Siete, depositó una hoz, una pala y varias hojas de muérdago dentro de la tumba. Los seis druidas lanzaron las ramitas de roble que habían traído desde la cabaña del finado. El Druida Verde había sido colocado en la fosa de espaldas, con la cabeza orientada hacia el norte. Iba vestido con una túnica verde, y sus manos huesudas reposaban sobre la barriga.
Mientras los enterradores colocaban la tapa sobre el cuerpo y la cubrían de tierra, los seis miembros del Consejo de Siete cantaban. Era un cántico melancólico, una salmodia triste que nadaba en las lúgubres notas de la lira de un bardo.
No había dejado de nevar desde el día en que falleció el Druida Verde, y nadie en el Pueblo Arborícola pensaba que era una casualidad. Los grandes druidas vivían por y para la naturaleza, eran parte de ella, por lo que los arborícolas veían en los copos de nieve las lágrimas de una naturaleza en duelo.
A pesar de la nieve, que ya había formado un grueso manto blanco a lo largo y ancho del bosque de los Siete Druidas, una vez terminada la ceremonia los seis grandes druidas se dirigieron a la mesa circular ubicada en un pequeño claro, donde, como marcaba la tradición, debían comer y beber en honor del fallecido.
Una gran masa de gente había acudido al entierro: algunos sobrinos y primos —ya que no había tenido hijos y sus hermanos ya habían muerto— druidas, aprendices de la escuela de druidas, jefes tribales, nobles de Parisii y otras ciudades, bardos, admiradores, curiosos… Sin embargo, muy poca gente estaba invitada a la mesa circular. Se encontraban allí, aparte de los familiares más cercanos, los seis miembros del Consejo de Siete, los aprendices del Druida Verde, Vercingetórix, tetrarca de Parisii, junto a cuatro de los siete tetrarcas del Pueblo Arborícola —Dumnórix, Orgetórix, Boudicca y Cartimandua—, algunos nobles arb, un bardo y un cuentacuentos.
Los sirvientes portaban una gran variedad de suculentas viandas: hogazas de pan, carne asada de cerdo, buey y jabalí, pescado al horno con un adobo de sal, vinagre y comino, jarras y damajuanas con vino, cerveza, hidromiel y corma, así como miel, queso y mantequilla.
Camma, vestida con una sencilla túnica roja, sin adornos ni alhajas, se acercó con sigilo al Druida Índigo.
Necesito hablar con usted en privado —le susurró al oído.
El Druida Índigo frunció el ceño pero accedió. Se adentraron en un pequeño camino que se perdía entre los robles y abedules. El gran druida la condujo en silencio hasta una pequeña ermita.
Dime, hija. ¿Qué te preocupa? —Su voz era cálida y afectuosa.
Verá, maestro, tengo que hablarle… —Se calló. Las palabras se le trababan en la lengua—. Quiero decirle que estoy segura, muy segura, de que la muerte del Druida Verde no ha sido… natural.
El rostro del druida se oscureció.
¿Qué estás diciendo, hija? ¿Acaso insinúas...? —Levantó las manos—. No, no —dijo cabeceando—. Tenía ochenta años, hija, y su corazón se cansó de latir. El forense no ha encontrado ningún indicio de muerte violenta. Sé que estás apenada y que la tensión te ha afectado, pero...
No, por Cernunnos —le interrumpió Camma—. Cuando llegué a la cabaña y hallé el cuerpo tendido en la cocina oí un ruido en el piso superior. Subí enseguida, y encontré que la ventana estaba abierta. Alguien se había escapado por la tronera dejando un jirón de tela enganchado en el marco.
Hija, eso no demuestra nada, y el forense…
¡El forense! —volvió a cortarlo Camma, ya muy exaltada—. No encontraría ningún indicio de crimen aunque el druida tuviera un puñal clavado en el corazón.
¡Ya basta! —Al druida le temblaba la barbilla—. Vuelve a la mesa y no menciones este tema nunca más. No hay asesinatos en el Pueblo Arborícola, recuérdalo. ¿Acaso pretendes mancillar la imagen del Consejo de Siete? Si mencionas tus sospechas a tu padre o a los arbociles, serás expulsada de la escuela.
El druida se alejó de la ermita, dejando profundas huellas en la nieve blanquecina. Camma, desesperada, entró en la ermita. Tan solo le quedaba el apoyo de los dioses.
Horas más tarde, cuando los tentáculos de la noche se cernían sobre el bosque, tiñendo de negro la persistente cortina de nieve, cuando el barullo del festín se había extinguido, e incluso el bardo, del todo ebrio, había dejado de rasgar su lira, los seis grandes druidas se retiraron a sus cabañas.
Camma, que no había probado bocado ni bebido una sola gota, miraba con furia contenida a todos aquellos hombres y mujeres, incluido su padre, que apenas podían mantenerse en pie, y que necesitaban la ayuda de sus sirvientes para llegar a las monturas. A su lado, un desconocido de pelo castaño, cuellilargo y de ojos grisáceos, cuya túnica blanca estaba manchada de grasa, permanecía sobrio. La joven druidesa se sorprendió cuando él le dirigió la palabra mientras jugueteaba con su daga.
Una gran pérdida —dijo limpiándose la boca con la manga.
Camma lo fulminó con la mirada. No quería hablar con nadie ni ver a nadie. ¿Por qué no se habría emborrachado junto al resto aquel imbécil de modales tan toscos?
Yo también era su aprendiz. Ahora el gran druida Diviciaco será mi maestro. ¿Y quién será el tuyo? ¿Quién te enseñará sus trucos?
No es de tu incumbencia —le espetó Camma. Ella se levantó, dispuesta a marcharse.
No tengas tanta prisa, fierecilla.
El desconocido la agarró con fuerza de la muñeca y la obligó a sentarse de nuevo, a lo que ella respondió propinándole una sonora bofetada en la mejilla, al tiempo que con la otra mano blandía su daga en pose amenazante.
¿Crees que estoy indefensa porque todos duerman, necio?
Está bien —dijo Alan Synórix, levantando las manos—, hablemos sin ambages y sin preámbulos.
No tengo nada que hablar contigo.
Oh, sí, te lo aseguro —respondió con voz burlona. Después, con voz susurrante, dijo—: Conozco tu secreto.
Camma bajó la mano, indecisa. ¿Sabía algo en realidad o era un farol?
No tengo secretos. —Su voz no sonaba muy firme.
No te hagas la tonta conmigo, druidesa, si no quieres perder tu título. Falsificar un consentimiento paterno no está nada, pero que nada bien.
El viento frío y la nieve apenas conseguían enfriar el cuerpo de Camma, que se había convertido en un volcán en erupción.
¿Qué quieres? —dijo al tiempo que clavaba su daga en la mesa con furia.
La sonrisa de hiena se dibujó de nuevo en el rostro de Synórix.
Bien, ya vamos calmando esos humos de amazona arborícola. —Camma apretó los dientes con fuerza, ya que apenas podía contener la rabia que hervía en su interior—. En primer lugar, quiero que cabalguemos juntos a la luz de la luna, que bebamos hidromiel abrazados, que nademos al unísono al compás de la corriente. —Camma lo miraba con ojos que echaban chispas, pero no dijo nada—. En segundo lugar, ya que vas a ser aprendiz del Druida Rojo, quiero que me ayudes a conseguir cierta información.
Un fuerte viento los golpeó de repente, y Camma percibió un olor que le disgustó, aunque no sabía por qué.
Así sea —dijo.
Sin decir nada más, se levantó, montó en su alazán y partió al galope.

**

Los tallos espigados del trigal se elevaban a una altura considerable, formando un profundo mar amarillo que se embravecía al compás de la tramontana. Un helicóptero que sobrevolaba esas turbulentas aguas comenzó a descender y, como si hubiera sido engullido por un remolino, se hundió entre los tallos. Sin embargo, no se trataba de un naufragio, sino de un aterrizaje en un pequeño helipuerto hábilmente camuflado entre las espigas de trigo.
Cuando las aspas se detuvieron por completo, un hombre bien parecido, de tez clara, nariz recta, ancha frente, gruesas mejillas escondidas tras una espesa barba gris, y cuyo largo pelo negro estaba recogido en una coleta, abandonó la cabina del aparato. Llevaba puestas unas botas altas de piel de camello, pantalones y camisa de franela, y se abrigaba con una chaqueta azul con cierre de cremallera, muy a la moda en el segundo anillo. Ese hombre barbudo no era otro que el Hombre Topo, el Hombre de las Mil Barbas, quien respiraba mejor bajo tierra.
El sujeto se adentró en un estrecho camino abierto entre las espigas, orientándose sin titubear en las múltiples bifurcaciones de la senda. Pasado un rato alcanzó su destino, una cabaña de una sola planta rodeada por siete inmensos álamos recubiertos de muérdago que parecían pequeños al lado de los tallos pantagruélicos del trigal.
En el jardín, una figura encorvada regaba las plantas. Al oír las pisadas sobre la gravilla de la entrada, se sobresaltó y se irguió, dejando caer la regadera al suelo. Era un hombre de mediana edad, de ojos verdes y mirada dura aunque bondadosa a un tiempo.
Ah, eres tú —dijo aliviado. Su voz sonaba cascada. Llevaba puesta una sencilla túnica roja, a juego con su frondosa barba, también roja—. Hacía tiempo que no venías, Hombre Topo. ¿Acaso necesitas un nuevo rostro?
El hombre se acercó y abrazó al Druida Rojo. Éste, tras zafarse de su visitante, lo guió hacia el interior de la cabaña, que tenía forma circular.
Tengo varias sorpresas para ti. Ven.
¿Por qué eludes mi abrazo, Druida Rojo? —dijo el Hombre Topo ya dentro de la cabaña—. Sabes que eres como un padre para mí.
¡Bah! —exclamó—. Déjate de sentimentalismos. ¿Olvidas que los druidas somos hoscos y huraños?
El druida abrió un cajón, del que extrajo una bolsita de tela. Vació su contenido sobre la mesa; unas hojas alargadas de color verde claro.
Aquí tienes mis nuevas branquiacelgas. Ahora podrás aguantar hasta treinta minutos con una sola dosis.
¡Fantástico! Eres un genio.
Lo sé.
¿Olvidaste la humildad del druida? —dijo el hombre, frunciendo el entrecejo—. ¿No son el ego y el orgullo perjudiciales según el credo de los druidas?
El Druida Rojo gesticuló con sus manos huesudas.
Vamos, Hombre Topo. Entre nosotros podemos dejar a un lado las formalidades y las modestias hipócritas. Déjame ser yo mismo en mi hogar.
El druida sacó de la gaveta dos moldes con forma de rostro hechos con papeluretano, así como un frasco lleno de unas hebras anaranjadas.
Aquí tienes dos nuevas caras. ¡Ah! Y el invento que te prometí. Debes masticar dos hebras, ni una más, recuérdalo. Al beberlo, entrarás en un estado cataléptico que solo un medico con gran experiencia podrá distinguir de la muerte. El efecto se pasa en unos treinta minutos. —El druida lo miró con severidad—. Pero úsalo solo en un caso de emergencia. Es muy peligroso, recuérdalo.
¿Y qué hay de mi barba?
Paciencia, muchacho, paciencia. —El Druida Rojo abrió una caja con varios compartimentos. En cada uno de ellos había hojas de diversos tamaños, texturas y colores—. Ahora podrás elegir la forma, color y longitud de la barba, el bigote y el pelo. ¿Qué te parece?
Fenomenal. ¿Qué más puedo pedirte?
¡Oh! Aún tengo que enseñarte mi sorpresa final. Pero antes de eso bebamos un buen caipirícola. Vamos a prepararlo con aguardiente de una nueva variedad de márbol que he plantado. Ven.
Los dos hombres salieron de nuevo al jardín, rodearon la cabaña y se acercaron a un árbol no muy grande, de ramas bajas, en el que crecían unas frutas de color verde del tamaño de naranjas. El druida alzó la mano y arrancó una de las frutas. Tras limpiar la capa de nieve que lo cubría, partió el márbol por la mitad con un certero golpe de cuchillo. Cada una de las dos mitades tenía un hueso ovalado de gran dureza en el centro. La carne era roja, casi púrpura.
Parece un márbol normal y corriente —dijo mientras devoraba su mitad de la fruta—. Tampoco se diferencia en el sabor, que es igual de dulzón pero con un deje amargo. Sin embargo, su aguardiente es distinto. He conseguido una nueva variedad de caipirícola, ya verás.
Se dirigieron a un pequeño cobertizo situado en la parte trasera del jardín. De pronto, el silencio del lugar se vio roto por cuatro sonoros graznidos emitidos por un cuervo que sobrevolaba la casa. En respuesta, el Druida Rojo ululó como un búho.
¡Vaya! Tan pronto —se quejó el druida.
¿Es algún tipo de señal? —dijo sorprendido el Hombre Topo.
En efecto. El domingo debo asistir a una reunión urgente del Consejo de Siete.
Bien. Veo que estáis a la última en telecomunicaciones —se burló el Hombre Topo.
Nosotros no necesitamos la esclavitud de vuestras radios y cables de cobre, Hombre Topo —dijo el druida, molesto—. Tras la muerte del Druida Verde, ha quedado vacante una plaza en el Consejo. Debemos organizar el concurso para cubrir el puesto. Va a ser todo un acontecimiento en Parisii.
Entraron en el cobertizo, donde el druida tenía instalada una pequeña destilería. El Druida Rojo alcanzó una redoma llena de aguardiente de márbol y la vació en una coctelera, tras lo cual exprimió un limón y una naranja, condimentando la mezcla con dos cucharadas de azúcar.
A priori, el candidato a batir es el gran druida Diviciaco —siguió diciendo el druida mientras mezclaba a conciencia los ingredientes—. No obstante, algunos miembros del Consejo no lo ven con buenos ojos, ya que es partidario de que seamos más agresivos con el Imperio para forzarlos a negociar.
Y entre ellos estás tú, supongo.
Muy perspicaz. Pienso entrenar a un rival difícil.
El Hombre Topo enarcó las cejas.
¿Acaso no me crees capaz? ¿No conoces todas mis genialidades? —se enfadó el druida.
En absoluto. Pero pensaba que no admitías aprendices. Es tan difícil que recibas a alguien en tu cabaña, apartada del mundanal ruido.
El Druida Verde tenía una aprendiz de gran talento. —El druida terminó de preparar la bebida y la cató. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. Tengo poco tiempo, pero pienso convertirla en gran druidesa en un mes, justo a tiempo para que pueda presentarse a las pruebas. Esa chica tiene mucho talento, quizá ocupara el segundo puesto en el ranking de aprendices del Druida Verde.
¡Ah! —exclamó el Hombre Topo con una sonrisa—. ¿Y quién ocupaba el primer puesto? Por cierto —añadió—, un caipirícola extraordinario.
Gracias. El primer puesto siempre lo he ocupado yo, por supuesto, menuda pregunta —gruñó el druida—. Camma ha heredado el don del olfato del Druida Verde, una virtud que yo nunca tuve. ¡Qué fatalidad! Morir cuando, por fin, tras muchos años, había encontrado al aprendiz de sus sueños.
El Hombre de las Mil Barbas frunció el ceño, contrariado. El Druida Rojo notó su expresión.
¿Ocurre algo?
No, no, en absoluto —dijo de forma poco convincente mientras apuraba su copa de un trago.
Verás, me hace falta tu ayuda. Sé que estás muy ocupado, pero necesito que entre andanza y andanza la vigiles, y la protejas si es necesario.
¿De qué estás hablando? —preguntó, alarmado, el Hombre Topo—. Sabes que solo puedo visitar el Pueblo Arborícola de tanto en cuanto.
Esa chica es muy inteligente —sin ninguna duda— pero muy dura de mollera. —El druida salió del cobertizo y regresó a la cabaña dando grandes zancadas, ya que volvía a nevar—. Se le ha metido en la cabeza que el Druida Verde ha sido asesinado. ¡Y se lo ha dicho al Druida Índigo! Me va a costar convencerlo para que la admita a las pruebas.
¿Y tú crees que se equivoca?
Eso ahora es irrelevante. Lo importante es el puesto en el Consejo de Siete.
¿Te burlas de mí o te has vuelto un cínico?
Escucha, hijo del desierto —bramó el Druida Rojo, que solo lo llamaba así cuando se enfadaba—, tú todavía no entiendes a este pueblo. Nunca ha habido asesinatos en el Pueblo Arborícola, y no los habrá por el momento, existan o no en realidad. Destapar un crimen semejante pondría en peligro la estabilidad de nuestro pueblo, eliminaría nuestro frágil equilibrio y nos dejaría expuestos al enemigo. ¿Lo comprendes?
No. ¿Pretendes decirme que hemos de encubrir un asesinato y que eso es lo correcto?
Yo no he dicho que haya habido ningún asesinato ni que vaya a encubrirlo, joven idealista.
Claro, tan solo que nadie moverá un dedo por investigar qué ocurrió.
El druida se dejó caer pesadamente sobre una silla, arrugando la frente.
Escucha, no es el momento de nadar contra corriente. Yo pienso navegar a favor de ella, aunque a veces no me guste hacia donde gira el cauce. De esta manera es posible que consiga desviarlo en el momento adecuado.
Me decepcionas.
Hombre Topo, te prohíbo que actúes en el Pueblo Arborícola. Lleva adelante tu ideal de justicia en el Imperio, lánzate de cabeza si quieres, que tendrás todo mi apoyo como hasta ahora. Pero aquí limítate a vigilar a Camma, ayúdame a evitar que se meta en un lío. ¿De acuerdo?
De acuerdo —respondió con resignación.
Perfecto —dijo satisfecho—. Entonces ha llegado el momento de que veas la sorpresa que te he preparado.
El druida se levantó y lo agarró del brazo, arrastrándolo tras él. La cabaña, que carecía de habitaciones separadas, se encontraba dividida en dos compartimentos por una cortina de tela basta suspendida de un riel metálico. El druida la descorrió y dejó a la vista su laboratorio. Era la primera vez que se lo enseñaba a alguien, la primera que el Hombre Topo tenía ocasión de entrar en él. Se sorprendió del primoroso orden reinante, de la pulcritud y la impoluta higiene del lugar, en contraste con el desorden del habitáculo principal de la cabaña. Cuando el Hombre Topo se adelantó dos pasos, el druida lo retuvo con brusquedad.
No toques nada —le gruñó.
A diferencia del compartimento principal, donde el suelo era de piedra pulida, aquí estaba hecho de madera de roble. Había una estantería repleta de libros, varios anaqueles con frascos y cajas, colocados en un orden perfecto y claramente identificados por una etiqueta, así como una mesa de trabajo sin una mota de polvo, sobre la que descansaba un grueso volumen de botánica junto a una hoja de papiro en blanco. Todo estaba limpio y aseado. Del techo colgaban ramas de muérdago que formaban una espesa cortina sobre la mesa. El Druida Rojo las apartó con la mano, dejando al descubierto una liana de la que colgaba algo semejante a un trozo de plástico transparente. Soltó las pinzas que lo sujetaban y se lo mostró con orgullo a su invitado, quien lo miraba con extrañeza e incredulidad.
Vamos, vamos, no te quedes mirando como un pasmarote. Quítate la túnica —volvió a gruñir el druida.
A pesar del frío que sentía, el Hombre Topo obedeció de inmediato, ya que la experiencia le había enseñado a confiar a ciegas en las extravagancias de su anfitrión. Por eso no se movió un milímetro cuando el druida pegó la extraña prenda sobre su torso desnudo, ni cuando comenzó a sentir un molesto picor por el pecho y la espalda, ni siquiera cuando ese picor se transformó en una corriente de calor que parecía iba a abrasarlo. Pero, al final, todas las sensaciones desagradables desaparecieron, incluidos el frío y el calor.
Llevaba puesto una especie de chaleco de un material desconocido, mullido, suave al tacto, que abrigaba bien y se adhería a la piel como una lapa.
Dame tu pistola láser —le ordenó el druida.
El hombre que respiraba mejor bajo tierra obedeció. Acto seguido, el druida apuntó el arma directamente al centro de su pecho.
Disparó.