Capítulo 1: La
inundación
Esta historia comienza en una ciudad
fronteriza, decadente, una ciudad sin nombre, sin identidad propia,
una ciudad azotada por los más inverosímiles acontecimientos, una
ciudad que nadie recordaría si no fuera por los sucesos que aquí se
relatan.
Era media tarde cuando las primeras hojas,
amarillentas y ajadas, comenzaron a caer. Una hoja rozó la calva de
un anciano que paseaba apoyándose en un grueso bastón, y éste
aceleró su marcha cansina como si huyera de la peste negra. Mientras
caminaba con paso renqueante, miraba hacia el cielo, algo extrañado
y asustado, pero quizá también con alegría, pensando en que el
insufrible calor diurno que padecían desaparecería de una vez. ¡Y
ya era hora! El corto invierno se estaba demorando en demasía.
—¡Qué
pedazo de inútiles! —farfulló indignado—. Otra vez han fallado
las mallas de contención.
La lluvia de hojas continuó toda la tarde sin
interrupción, lenta pero inexorable. Un manto amarillo iba cubriendo
poco a poco las aceras, las calles y los jardines. Algunos niños,
acabada la jornada escolar, salían en tropel a lanzarse sobre los
mullidos colchones, como si se tratara de la primera gran nevada del
año. Sin embargo, muchos de ellos eran arrancados de allí por sus
atribulados progenitores, que les gritaban con voz histérica
mientras sus hijos lloraban desencantados.
Al fin, con algo de retraso,
aparecieron los barrenderos, los agentes de la ley. El tétrico
aullido de los furgones amarillos de los equipos de limpieza, los
kraken,
marcaba el toque de queda ciudadano, pues eran, a su manera, unas
modernas fuerzas del orden. Enfundados en sus herméticos trajes
amarillos y armados con su inconfundible tercer brazo, un largo tubo
amarillo capaz de succionar mil hojas en pocos segundos, comenzaron
su dura tarea de limpieza.
En pocos minutos, las calles
quedaron desiertas, abandonadas por la
gente, que no parecía
dispuesta
a presenciar una nueva lucha entre David y Goliat. El rugido del
viento competía con el bramido de los potentes aspiradores, que
surgían como inmensos tentáculos de la barriga de los kraken. Se
diría que el dios Eolo, herido en su orgullo, trataba de levantar
olas de hojas marchitas sobre los fieros calamares gigantes que
osaban desafiarle una y otra vez. Y así, mientras un mar de
hojarasca embravecido anegaba la ciudad, miles de operarios se
afanaban por engullirlo y restablecer el orden.
Un inmenso kraken de tres pisos llegó a la
plaza Mayor, de donde surgían cinco caudalosos ríos que no paraban
de crecer a cada minuto bajo la tormenta de hojas. El vientre del
calamar gigante se abrió, dejando paso a una multitud de figuras
citrinas. Tras ellos surgió un gigante de más de dos metros que
—ataviado con túnica y pantalones ceñidos de color verde
esmeralda, así como una capa amarilla que ondeaba al viento— no
cesaba de departir órdenes con voz perentoria.
—¡Moveos,
moveos! —gritaba Jaime de Torquemada, el gran jefe kraken—.
Quiero estas calles limpias de suciedad en menos de una hora.
—Sí,
don Jaime, no le defraudaremos —repetían sin cesar los
barrenderos.
A su lado permanecía parado un individuo
achaparrado, cuya cabeza rapada apenas rozaba la boca del estómago
del gran jefe kraken. Vestía una túnica verde claro ribeteada con
arabescos azules. Sus ágiles manos sostenían una tablilla
electrónica en la que aparecían datos continuamente.
—¿Cuál
es la altura media, fray Juan?
—Treinta
centímetros. La simulación prevé cincuenta mil hojas por metro
cuadrado, es decir, más del doble que en la última crisis. Quizá
debamos solicitar refuerzos.
—No
de momento. ¿Acaso no confías en mis chicos? Son los mejores.
Fray Juan, más conocido como el Pequeño
Inquisidor, mantuvo su macilento rostro imperturbable ante la mirada
cargada de rencor del gran jefe kraken. Por dentro, todo su ser se
estremecía cada vez que tenía que mantener su cabeza erguida y
contemplar su cara surcada de innumerables arrugas. Por fuera, sin
embargo, mantenía una sonrisa imperturbable y cínica, una falsa
tranquilidad que le había permitido medrar con rapidez.
—Por
supuesto que confío, don Jaime. Son insuperables —respondió con
voz zalamera.
—¿Se
sabe de dónde proceden las hojas?
—Se
ha detectado un brote en la reserva de robles y acacias. Otros dos en
los cultivos frutales de la casa Trastámara y en el bosque de
algarrobos, pinos y nogales de la casa Luna. Estos focos están casi
controlados…
—¿Me
tomas el pelo, fray Juan? Esos focos están muy lejos de aquí.
—Por
supuesto, pero sopla un viento muy fuerte. En realidad, debe de haber
varios focos en la ciudad, pues el flujo sigue aumentando de forma
uniforme y continuada.
—¿Y?
—En
realidad, bueno —dijo titubeando—, no sabemos dónde están.
—Está
bien —respondió Jaime, frunciendo el ceño, con lo que añadió
más pliegues, si cabe, a su arrugada frente—. Mantenme informado.
Voy a inspeccionar las calles.
—No
se preocupe. Que tenga buena caza, don Jaime.
Jaime se ajustó el casco ovalado que le servía
para protegerse de las embestidas de las hojas y partió acompañado
de dos escoltas. Se sintió aliviado al librarse del desagradable
olor transportado por la lluvia de hojarasca, así como de la
excesiva humedad del ambiente. Su olfato debía concentrarse en la
búsqueda de maleantes y herejes, que solían permanecer en la calle
en días tan infaustos.
Partieron por la Rúe de Sebastopol, calle que
había conservado su antiguo nombre, cuando aún pertenecía a la
ciudad de Estrasburgo, aunque conservaba bien poco de su antiguo
esplendor. Jaime odiaba aquel paisaje heterogéneo y decadente, en el
que se mezclaban las nuevas casas unifamiliares de piedra labrada con
los antiguos edificios de múltiples plantas, hoy en día abandonados
y en ruinas. Las ciudades antiguas seguían perdiendo habitantes día
tras día, sobre todo las fronterizas con el Pueblo Arborícola.
El viento cesó de pronto, y los tres hombres
caminaban con los cinco sentidos alerta por una ciudad fantasmal,
vacía, donde el silencio solo era perturbado por la continua
cantinela de las hojas que crujían bajo sus pesadas botas.
—¡Alto!
—gritó Jaime de Torquemada con voz estentórea—. A la izquierda,
mirad a esa mujer que camina por la bocacalle. ¿Qué veis?
Los dos hombres se giraron sin responder. Los
cascos mantuvieron ocultos sus gestos de incomprensión.
—Ya
veo que sois unos inútiles. ¿Acaso no os habéis fijado en un
objeto que lleva sobre la oreja?
—Es
verdad. Lleva una rosa. Y tiene la piel blanca como la leche.
—Es
probable que sea una setícola, o incluso una conspiradora. Yo iré
de frente. Vosotros cortadle la retirada por las calles laterales.
Jaime se acercaba a su presa con la lentitud y
el sigilo de un experto depredador. Avanzaba paso a paso, aplastando
las hojas con cuidado, saboreando el momento dulce. La captura iba a
ser pan comido. Se encontraba a menos de cinco metros de la mujer
cuando ésta lo vio. Dio un brinco y comenzó a correr cual gacela
perseguida por un león. Se internó en la calle situada a su
izquierda, un estrecho corredor tachonado de cascotes y rocas
diseminados por todas partes. Un sexto sentido le hizo detenerse
bruscamente delante del roquedal.
“Los
leones cazan en manada”, pensó la mujer.
Aguzó la vista y detectó una figura amarilla
que se movía entre la lluvia de hojas. Fue solo durante una fracción
de segundo, ya que desapareció de repente. De nuevo, la calle
parecía vacía.
“No
ha podido ser un espejismo. Se habrá escondido tras una de esas
inmensas rocas que nadie se ha dignado a retirar todavía”, se
dijo.
Volvió sobre sus pasos, pero ya no había
vuelta atrás. El inconfundible gran jefe kraken avanzaba hacia ella
acompañado por uno de sus acólitos, cortándole cualquier posible
retirada. Así pues, no había opción. Se adentró otra vez en el
corredor y se lanzó a toda velocidad en busca de una salida de aquel
infierno.
—Ayúdame,
Cernunnos —comenzó a implorar en voz alta—. Sálvame, Epona.
Rescátame, Morrigan.
Sintió un fuerte golpe en la espalda y cayó
de bruces sobre la alfombra de hojas.
—¡Hereje!
¡Arpía! No pronuncies esos nombres malditos, bruja. Estás
condenada. ¡Que Set te castigue! —gritaba el barrendero que la
había golpeado.
La alzó en vilo rodeando su cuerpo con la mano
izquierda y se dispuso a ajustarle las esposas con la derecha, pero
entonces recibió una tremenda patada que le acertó de pleno en el
plexo solar. Cayó de espaldas boqueando, casi sin respiración. Su
férrea mano se aflojó y liberó a su presa. La mujer aprovechó la
ocasión para escapar de nuevo segundos antes de que el gran jefe
kraken la alcanzara.
La lluvia se había convertido ya en una
auténtica tormenta en la que solo se echaba en falta el aparato
eléctrico. La mujer no veía casi nada en la marea de hojas en la
que casi flotaba. Empujadas por el vendaval, éstas formaban
remolinos que golpeaban su rostro a gran velocidad, dejando gran
cantidad de arañazos en su delicada piel, que ella trataba de
proteger sin éxito cubriéndose la cara con los brazos. Intentaba
correr, pero tan solo podía vadear trastabillando el río
encabritado que la engullía.
De improviso, su huida llegó a su fin al
toparse con una sólida pared que le cerraba el paso. No había ya
escapatoria de los hambrientos mastines, pues había entrado sin
darse cuenta en un callejón sin salida.
—Apiádate
de mí, Cerridwen —exclamó susurrando mientras se dejaba caer al
suelo.
Cuando todo parecía perdido, cuando el viento
aullaba tétricamente en sus oídos, prediciéndole un espantoso
destino, cuando estaba ya dispuesta a confesar sus crímenes y sus
ojos vidriosos apenas vislumbraban unas difusas manchas amarillo
verdosas que se aproximaban envueltas en la ventisca, una voz
salvadora le habló desde las alturas. Sin saber bien lo que hacía,
se irguió, y, guiada por un sexto sentido, encontró una escalera
que ascendía por la agrietada fachada que le cerraba el paso. Trepó
por ella hasta dejar atrás a sus perseguidores.
**
El funcionario de la casa Luna que atendía a
los impacientes solicitantes de empleo no poseía ningún rasgo
peculiar. Ninguna marca exterior le hacía diferente del resto de
plebeyos que esperaban en la cola en busca de un puesto de trabajo.
Ni su piel pálida, ni la nariz redondeada y grande, ni los pómulos
prominentes, ni las mejillas hundidas, ni la barbilla afilada o la
fuerte curvatura del arco superciliar representaban un estigma
genético que lo situara en un estrato superior delante de la plebe.
Era pues, en apariencia, una persona normal y corriente, un miembro
del pueblo como cualquier otro.
Vestía un traje verde limón, el color
característico de la casa Luna, camisa blanca, corbata negra y el
pelo cortado al cero. Era una indumentaria corriente, heredada de las
antiguas sociedades burguesas, un hábito de trabajo impensable en
alguien de casta noble.
Además, el nombre rotulado en la pequeña
chapa identificativa que colgaba de la solapa de su chaqueta no podía
ser más corriente: Raúl Fernández.
Por tanto, no parecía más que un chupatintas
a sueldo de la casa Luna. Sin embargo, todos lo miraban con respeto y
cierto temor solapado. ¿Sería por su gélida y penetrante mirada?
¿O porque la pétrea expresión de su rostro variaba menos que una
estatua esculpida en granito?
Raúl Fernández miraba embelesado por la
ventana el imprevisto espectáculo que ofrecía la lluvia de hojas,
al tiempo que estampaba con agilidad el sello de entrada en los
papeles que le entregaban los impacientes solicitantes de empleo,
deseosos de regresar cuanto antes al resguardo de sus hogares.
La sirena de emergencia le libró de una hora
de aburrido trabajo, por lo que salió con alivio de la deprimente
oficina, donde día tras día cumplía con profesionalidad su tediosa
tarea. Por tercera vez en un mes sufrían un desalojo forzado, así
que todos los empleados se sabían de memoria el camino de salida que
tenían que tomar. En esta ocasión no hubo retrasos ni gritos, y
nadie acabó en el suelo cubriéndose la cabeza con las manos.
Un torrente movido por un fuerte y tórrido
viento inundaba las calles hasta el nivel de los tobillos. Raúl se
armó de valor y comenzó a caminar dando grandes zancadas. Las
hojas, ya resecas, crujían bajo sus pies. No veía casi nada, ya que
el aire también estaba lleno de hojas que caían, formaban remolinos
al capricho del viento y le golpeaban la cara.
Aceleró el paso. Cuando por fin llegó a su
casa, estaba exhausto. Cerró la puerta tras entrar en el portal, sin
poder evitar que una buena cantidad de hojas se infiltraran.
Comprendió que no era el primero en llegar aquella tarde, pues no se
podía ver el suelo de mármol bajo la alfombra de hojas amarillas y
resecas. El espectáculo comenzaba a parecerse a una absurda
pesadilla.
Durante más de una hora contempló desde la
ventana de su pequeño estudio el extraño aguacero de hojas, que
poco a poco iba convirtiendo la ciudad en una especie de Venecia no
navegable. Sentía una extraña emoción en su interior, una alegría
contenida que hacía vibrar cada célula de su cuerpo. Su rostro, sin
embargo, reflejaba preocupación y enfado. Y es que Raúl rara vez
sonreía o reía, rara vez relajaba los tensos músculos de su rostro
y los liberaba de la firme red invisible que los mantenía
maniatados, rara vez se permitía mostrar sus sentimientos. Escondido
tras su máscara inescrutable, permanecía hierático, absorto en sus
pensamientos.
De repente, la escena cambió por completo al
aparecer cuatro figuras bajo la ventisca. Una mujer trataba de
escapar desesperadamente de tres barrenderos que la perseguían. Raúl
vio cómo caía al suelo, derrotada, al verse acorralada por sus
perseguidores. “Una víctima más”, pensó con cinismo y sin
inmutarse.
Entonces vio la rosa que colgaba flácida de su
oreja, y amargos recuerdos afloraron a su mente. Algo se estremeció
en su interior. Turbado, notó que su ritmo cardiaco se disparaba.
Incluso la granítica esfinge de su rostro explotó hecha añicos,
distorsionándose, palideciendo, reflejando algo parecido al miedo.
Sin perder un segundo, se cubrió la cara con el antebrazo para
protegerse de la avalancha de hojas, abrió la ventana y se dirigió
a la mujer con voz apremiante.
—Suba
por la escalera situada a su derecha, ¡rápido! Primer piso, puerta
ocho.
Se diría que una especie de extraña
metamorfosis se había adueñado de Raúl, pues su tez morena se
había vuelta pálida y su férreo rostro se había deformado como la
arcilla en el torno, mientras que sus piernas, antes sólidas y
firmes, parecían ahora hechas de mantequilla. Andaba con paso
renqueante, como un títere meciéndose al compás de los hilos.
Raúl se ocultó tras la raída cortina de la
ventana, que apenas se sujetaba de unos viejos y oxidados rieles.
Varias hojas de color ocre crujieron bajo sus pies.
—¡Adelante!
—dijo al tiempo que se volvía de espaldas a la puerta de entrada y
miraba por el rabillo del ojo.
La puerta se abrió con un chirrido y dejó
paso a la mujer de la rosa, que, desorientada, miraba a derecha e
izquierda sin parar.
—Por
favor, ayúdeme —gimió con voz chillona—. Están a punto de
llegar.
La voz estridente provocó un nuevo cambio en
Raúl, quien recuperó el control de sí mismo. Su turbación se
transformó en enfado, su temor en amargura, su debilidad en rabia.
Durante unos segundos, la duda asaltó su corazón. “¿Para qué
arriesgarme si esta mujer no es más que una desconocida?”,
pensaba. “No es su voz, por supuesto que no lo es”, se lamentaba.
“Estúpido, estúpido”, no paraba de repetirse.
El ruido de pasos acelerados en el rellano
acabó con su vacilación.
—¡Rápido!
—dijo con voz apremiante—. Escóndase en el aseo y no haga ruido.
Y se lo advierto, no se le ocurra mirarme o se arrepentirá. ¡Y
quítese los zapatos o dejará rastro!
Cuando el timbre sonó de nuevo, Raúl había
recobrado por completo la compostura. Con paso firme, parapetado tras
su máscara recompuesta, atravesó la habitación e invitó a pasar a
sus tres sombríos visitantes, no sin antes limpiar los pequeños
trocitos de hojas resecas que su invitada había dejado tras la
puerta.
Jaime de Torquemada avanzó con paso decidido,
agachándose para poder traspasar el umbral mientras que sus guardas
se apostaban junto a la puerta. Comenzó a pasear con indolencia por
el habitáculo. Escudriñó cada rincón del austeramente amueblado
estudio, en el que tan solo pudo encontrar una pequeña mesa, sobre
la que dejó su casco, una silla desvencijada, un camastro tapado con
una colcha deshilachada y una estantería, algo inclinada hacia un
lateral, de la que despuntaban varios clavos oxidados, amén de la ya
mencionada cortina. Las paredes estaban sucias, llenas de
desconchones, y el revoque brillaba por su ausencia. Tras comprobar
que la silla no iba a desarmarse bajo su peso, se sentó, apoyando
los antebrazos sobre la mesa.
—Es
usted muy descortés con su prócer espiritual, amigo. ¿Acaso no
sabe quién soy? ¿No es capaz de ofrecer algo de hospitalidad a un
ilustre visitante?
—Por
supuesto, cómo no. Usted es Jaime de Torquemada, gran jefe kraken,
sumo sacerdote de la Hermandad Dorada y gran inquisidor —contestó
Raúl con un deje burlón.
—Veo
que conoce bien mis títulos, aunque le ha faltado el don. No me
gusta su tono, amigo, así que le aconsejo humildad a partir de este
momento. ¿Queda claro?
Raúl permaneció en silencio, el semblante
impertérrito. Había algo en la cara arrugada del gran jefe kraken
que le molestaba, pero no conseguía determinar qué era.
—Ya
veo. Un gallito de pelea. Está bien, entrégueme a la mujer y le
recompensaré olvidando sus impertinencias.
—No
sé de qué mujer me habla.
Jaime se levantó con brusquedad, por lo que la
silla se desplomó al partirse dos de sus patas podridas.
—¡Qué
lástima! —exclamó—. Tenía usted un piso tan cuidado.
Entonces, en un gesto ya muy ensayado, se
plantó de un salto delante de Raúl, amenazándole con el dedo en
ristre y enarcando las cejas. No era fácil mantener la compostura
con aquel rostro maligno mirándote desde las alturas.
—Está
usted sobrepasando un umbral muy peligroso, amigo. No tolero que me
traten como a un imbécil. —Le miró a los ojos—. ¿Cómo es
posible que un plebeyo se atreva a mentirme de forma tan descarada?
Su tono de voz había pasado de la burla a una
encendida cólera. “Por Set”, se dijo Raúl, “no tiene cejas”.
Jaime comprendió que él ya se había dado cuenta de su estigma.
—Si
le parece bien, vamos a comprobar mis dotes detectivescas. Primero:
la ventana de este estudio se encuentra situada justo encima del
lugar en el que yacía la fugitiva cuando escapó de milagro.
Segundo: el rastro de hojas dejado por la hereje termina justo
delante de la puerta de su estudio. Tercero: hay montones de hojas
(que Set nos libre de ellas) por todo el cuarto. Cuarto: éste es el
único piso habitado en esta planta. Este inmueble abandonado es
propiedad de la casa Luna, que ha rehabilitado —se rió— un
apartamento en cada planta para empleaduchos como usted.
»De todo esto deduzco que usted abrió la
ventana (de ahí que haya tantas hojas desparramadas), guió a la
hereje hasta la escalera y hasta este piso (de ahí que la hayamos
perdido de vista), y la ha ocultado en el aseo, ya que no hay más
habitaciones a la vista, entorpeciendo deliberadamente el trabajo de
estos honrados veladores de la ley y el orden.
»¿Observa algún error lógico en este
razonamiento, amigo?
Raúl se apartó de la mole humana que lo
apabullaba con su retórica.
—Da
usted muchas cosas por supuestas, por lo que sus conclusiones no son
más que un sofisma. En primer lugar, he podido abrir la ventana en
cualquier momento durante la tarde. En segundo, la mujer ha podido
quitarse los zapatos al llegar a la puerta de mi apartamento y ha
seguido subiendo al piso siguiente. Por último, no soy su amigo.
Los dos escoltas tensaron sus músculos al
instante, llevándose las manos al cincho. Jaime los detuvo con un
imperceptible gesto.
—Está
agotando mi infinita paciencia. Le voy a dar una última oportunidad.
Vamos a inspeccionar el aseo con su aquiescencia. Si no encontramos a
la mujer, le pediremos disculpas y nos marcharemos. En caso
contrario, habrá contribuido a librar a nuestra sociedad de uno de
sus gérmenes más nocivos, y quizá Set le recompense por ello.
Acabada su perorata, el gran jefe kraken se
dirigió hacia la puerta del aseo. Sin embargo, Raúl se interpuso en
su camino.
—Lo
siento, no puedo permitirlo sin una orden judicial. A diferencia del
tercer anillo de las ciudades nobles, las ciudades independientes
siguen protegidas, le guste o no, por el Estado de Derecho. Si entra
ahí sin mi consentimiento, estará cometiendo un allanamiento de
morada, y cualquier prueba que encontrara sería inválida.
Los ojos de Jaime de Torquemada ardían con la
llama de la cólera.
—Ahora
resulta que nos hemos topado con un pedante leguleyo. Su reticencia
solo puede significar que tiene algo que ocultar, y está cometiendo
un delito muy grave, se lo advierto.
—De
nuevo, da muchas cosas por supuestas. No tengo nada que ocultar, pero
este piso no me pertenece, solo soy un inquilino. Sin el permiso
explícito de la casa Luna, no estoy autorizado a permitir un
registro, como aparece en las cláusulas de mi contrato de trabajo.
Puede usted comprobarlo en su base de datos.
Jaime de Torquemada se acercó a la estantería,
donde comenzó a hojear algunos de los polvorientos libros que tomó
prestados de las lejas, combadas por el peso.
—Muy
interesante, fenomenal, qué libros tan antiguos —decía en
susurros, mientras pasaba las páginas ya amarillentas. Cerró el
libro de un golpe, con lo que levantó una nube de polvo—. Bien, ya
estoy harto de sus truquitos de mal pagador. Voy a enchironarlo de
por vida, se lo aseguro. ¿Puede explicarme por qué tiene estos
libros, prohibidos para plebeyos como usted? ¿Tiene algún permiso
especial expedido por la casa Luna?
Un embarazoso silencio siguió a estas
preguntas.
—Ya
veo que se ha quedado sin más respuestas ingeniosas. Parece que
tiene un tratado sobre botánica y otro de herboristería, y bastante
detallados, por cierto, algo que está penado con dureza en nuestro
Código Penal. No crea que es usted el único versado en leyes,
mequetrefe. A eso voy a añadir una acusación de herejía, otra de
adoración de símbolos arborícolas y una tercera de obstrucción a
la justicia imperial por ocultar a una fugitiva setícola. Y ya se me
ocurrirán más crímenes contra nuestro pueblo sagrado.
»Y no crea que va a salvar a su bella
damisela. Dejaré un guarda en la entrada del apartamento hasta que
llegue la orden judicial. ¡Arrestadlo!
Los dos acólitos hacía tiempo que esperaban
esa orden. Raúl torció el rictus ante la inevitable necesidad de
poner todas las cartas sobre la mesa, algo que había intentado
evitar a toda costa. Se llevó la mano al bolsillo interior de la
chaqueta y extrajo una placa dorada que mostró a los barrenderos
justo un momento antes de que lo agarraran por los brazos. En ella
había dos dunas dibujadas en relieve, sobre las que se apoyaba un
inmenso zopilote con las alas extendidas y el pico curvo girado hacia
su derecha. Los dos hombres se quedaron paralizados al ver el blasón
del Imperio.
Jaime se envaró.
—¿Qué
diablos significa esto? ¿Es usted un agente imperial de incógnito?
¿Por qué no lo ha dicho antes? —De repente, soltó una
carcajada—. Ya veo. Creo que ahora podemos tutearnos. Nos has
gastado una broma de muy mal gusto, ¿no es eso? — Hizo un gesto
con la mano a sus secuaces—. Bien, ya hemos perdido demasiado
tiempo por hoy. Entrad en el aseo y arrestad a la mujer. En marcha.
—¡Quietos
en nombre del emperador! —bramó Raúl—. Repito que aquí no ha
entrado ninguna mujer.
Jaime de Torquemada se acercó de nuevo a Raúl.
Su capa dorada barría las hojas esparcidas por el suelo.
—No
entiendo de qué va todo esto —le espetó mientras escudriñaba
cada surco de su atezado rostro—. ¿Cuál es su nombre?
Identifíquese.
—Soy
Raúl de Talavera, agente especial imperial y primer consejero de
nuestro emperador Augusto III. ¡Que Set y el desierto lo preserven
muchos años!
—Vaya,
vaya, nada menos que el mismísimo y ocultísimo consejero imperial,
el rostro mejor guardado de todo el Imperio. —Jaime extrajo del
bolsillo de su túnica una fina lámina cuadrada de tono plateado—.
Por favor, coloca el dedo índice en el sensor de huellas. —La
pequeña pantalla situada en la parte superior del aparato imprimió
la identificación de Raúl—. Muy bien. Ahora que nos hemos
presentado, me gustaría hacerte algunas preguntas.
»¿Qué pretendes conseguir ocultando a la
hereje?
Raúl lo miró desafiante, sin contestarle.
—¿Acaso
quieres llevarte la gloria de la captura? Sería absurdo por tu
parte, pues la búsqueda de herejes es competencia exclusiva de los
barrenderos.
»¿O solo esperas divertirte un rato con ella
a cambio de dejarla en libertad? Tampoco parece probable, dado que a
los agentes imperiales os resulta muy fácil conquistar a las mujeres
con esa aureola de heroicidad que os rodea.
»O quizá estás molesto por la creciente
influencia de la Hermandad Dorada en las decisiones del emperador.
Quizá algunos de tus últimos consejos han caído en saco roto. ¿Me
equivoco?
Raúl permanecía impertérrito.
—Creo
que la tercera es la más cercana a la verdad, pero se me ocurre una
cuarta. He observado tu rostro, y no he encontrado ningún estigma
nobiliario. Ya sabes que yo pertenezco a una casa noble insigne, pues
te has fijado en mis cejas, o mejor dicho, en la falta de ellas. Es
la marca de mi familia por muchas generaciones, y estamos muy
orgullosos. Ni el más insignificante pelito crecerá jamás sobre
mis ojos.
»A no ser, claro, que tu estigma genético se
encuentre en algún lugar no visible, como, por ejemplo, la
entrepierna. —Los dos barrenderos soltaron una carcajada—. Aunque
eso no es posible, ya que los eunucos no pueden tener descendencia.
Los guardas reían ahora a pierna suelta,
aunque Jaime los acalló enseguida.
—Bromas
aparte, veo en ti a un plebeyo advenedizo. Gozas de privilegios que
deberían corresponder a la nobleza en exclusiva, como estos libros
que guardas en este piso infame. Incluso me pregunto si tus padres o
abuelos, o tú mismo, no serían católicos conversos a la Hermadad
Dorada, o peor, setólicos.
»Y no veo claro si no sentirás lástima,
incluso simpatía, por esos herejes setícolas que tanto daño nos
causan, si no te sirves de tu alta posición para ayudarlos a escapar
de la ley.
Raúl rompió su silencio.
—Todos
tenemos algún antepasado converso, eso es inevitable.
—No
te permito que compares nuestros linajes, plebeyo —bramó Jaime—.
Te recuerdo que fue mi antepasado quien fundó la Hermandad Dorada, y
que el cargo de sumo sacerdote pertenece en exclusiva a nuestra
familia. Nosotros velamos por la salud de nuestra frágil sociedad,
limpiamos la calle de toda esa chusma indeseable, combatimos a brazo
partido con los árboles maléficos que intentan invadirnos. Si no
fuera por el trabajo de los barrenderos y de la Hermandad Dorada, la
plaga habría inundado y ahogado nuestro mundo.
»En cambio, ¿qué hacéis los agentes del
emperador? La mayoría sois plebeyos que habéis medrado a una alta
posición, intrusos dedicados a un vacuo e inútil juego de espionaje
político con el Pueblo Arborícola. Os mueve la ambición y la
codicia de los privilegios, pero vuestra lealtad a nuestros valores
sociales es más que cuestionable. No podéis comprender que una
hereje portando una rosa puede ser un germen que genere un cáncer
difícil de controlar.
—¡Ya
basta! —gritó Raúl, que, rojo de ira, perdía de nuevo el control
de su voluntad—. Si has concluido con tus insultos, os agradecería
que os fueseis y terminarais vuestro trabajo en las calles.
—Si
ésa es tu última palabra, nos iremos, pero te advierto que te
arrepentirás de lo que has hecho. Tendrás que responder ante el
emperador las preguntas que te he formulado, y no creo que entienda
que su consejero se dedique a obstruir la acción de la justicia y a
ocultar herejes. En poco tiempo habré ocupado tu puesto, te lo
aseguro, y pienso enderezar el rumbo de la política imperial.
Un zumbido grave surgió del intercomunicador
de pulsera de Jaime de Torquemada. La voz asustada de fray Juan
retumbó en el habitáculo junto al crepitar de la electricidad
estática:
—Don
Jaime, estamos en una situación crítica. Los muchachos no pueden
luchar contra esta marea que no cesa de crecer, están desesperados y
ya casi no podemos movernos. Es imposible, no lo conseguiremos. La
simulación muestra que…
—¡Sois
unos inútiles! —gritó el gran jefe kraken—. Los chicos van a
seguir trabajando, van a ganarle la batalla a esos malditos árboles,
o de lo contrario merecerán perecer sepultados. ¿Entendido?
—Sí,
jefe. Como diga. Pero supongo que esa orden no me afecta a mí.
—Eres
una rata cobarde. ¿Acaso has leído que el capitán deba abandonar
el barco moribundo antes que nadie?
—Pero,
jefe, usted es el capi...
El estruendoso sonido de los altavoces situados
en las cuatro esquinas del techo del habitáculo ahogó el final de
la frase.
—¡ATENCIÓN,
ATENCIÓN! ¡ALERTA DE NIVEL CUATRO! ¡EVACUACIÓN INMEDIATA DE LA
CIUDAD! ¡DIRÍJANSE A LAS AZOTEAS! ¡LA CIUDAD SERÁ BOMBARDEADA EN
TREINTA MINUTOS!
Jaime de Torquemada se volvió hacia Talavera.
—¡Mierda!
¿Ése es el tipo de consejos que le das al emperador? Ponte en
contacto con él. Dile que retire la orden.
—Lo
siento, pero este tipo de decisiones está fuera de mi competencia.
Si no recuerdas mal, yo me dedico a los juegos fútiles de espionaje.
El crepitar de la estática interrumpió su
conversación.
—Don
Jaime —sonó de nuevo la voz asustada de fray Juan—, tenemos que
obedecer la orden de evacuación. Tiene prioridad máxima.
—¡Muy
bien! ¡Largaos, ratas! —graznó. Se dirigió a sus acólitos—.
Vámonos. Y ya arreglaré las cuentas contigo y con tu hereje, agente
imperial. No tengas ninguna duda de que la capturaré tarde o
temprano.
Los dos barrenderos apostados junto a la puerta
abandonaron la estancia, seguidos por el sumo sacerdote.
—¿Me
permites una última pregunta antes de que te vayas? —Jaime de
Torquemada se giró—. ¿De verdad habrías dejado morir a tus
hombres sepultados bajo montañas de hojas? ¿Crees que Set aprobaría
algo así?
—Es
una lástima, pero dada la situación algunos han de sacrificarse por
el bien común. Es una triste necesidad.
—¿Ésa
es una respuesta cínica,
o de verdad piensas que eres portador del bien a nuestro pueblo?
Aunque claro, los dirigentes endiosados terminan por creerse sus
propias mentiras.
El sumo sacerdote lanzó una mirada cargada de
odio a Raúl y cerró la puerta sin contestar. Sus pasos se perdieron
con premura en la lejanía del pasillo.
Mientras tanto, tras la ventana, apenas se veía
algo a través de la tupida cortina de hojas que bailaban a gran
velocidad y que, empujadas por el fuerte viento, golpeaban el cristal
con furia antes de posarse sobre el lecho del torrente caudaloso que
fluía por las calles.
Raúl se ocultó de nuevo tras la cortina. Por
espacio de cinco minutos, permaneció allí de pie, hierático, con
el rostro pétreo, los ojos hipnotizados por el espectáculo que
tenía ante sí, tratando de sofocar el tremendo desasosiego que le
invadía. Sabía que había cometido una gran estupidez, que ahora se
iba a encontrar en una situación muy difícil, entre la espada del
sumo sacerdote y el fuego del emperador, pero también sabía que, de
repetirse la misma escena, volvería a actuar de la misma forma.
—¡ATENCIÓN,
ATENCIÓN! ¡ALERTA DE NIVEL CUATRO! ¡EVACUACIÓN INMEDIATA DE LA
CIUDAD! ¡DIRÍJANSE A LAS AZOTEAS! ¡LA CIUDAD SERÁ BOMBARDEADA EN
VEINTICINCO MINUTOS!
El estruendo de los altavoces sacó a Raúl de
su ensoñación.
—Ya
puede salir —le gritó a la mujer—. Ya se han ido.
La puerta se abrió con un chirrido.
—Gracias,
me ha salvado la vida —dijo con voz susurrante. La mujer estaba
lívida. Se diría que no quedaba en sus venas una gota de sangre.
—No
me dé las gracias. Habría dejado que la devoraran los leones de no
haber visto esa maldita rosa en su oreja. No vuelva a llevarla encima
o seré yo mismo quien la arreste y la encarcele. ¡Ah! Y no se le
ocurra mirarme o se arrepentirá, ¿entendido?
La mujer se había quedado muda de asombro.
—En
cambio —continuó Raúl—, me gustaría que respondiera a algunas
preguntas. Es lo menos que puede hacer como pago por su vida, ¿no
cree?
—Está
bien, como desee —dijo con estupor.
—En
primer lugar, quiero saber si de verdad es una setícola.
—No,
claro que no.
—Sin
embargo, le he oído encomendarse a un dios arborícola hace un rato.
Bien. En segundo lugar, ¿por qué llevaba una rosa? ¿Porque es una
hereje? ¿Porque es una rebelde? ¿O porque no sabe en qué mundo
vive?
La mujer había pasado del miedo al asombro y
al desconcierto, y por último a la indignación.
—¿Qué
es esto? ¿Un interrogatorio? Me hace estas preguntas para detenerme,
¿no es eso? Solo me ha salvado para llevarse la gloria de mi
detención. Supongo que tendrán bonificaciones por el número de
arrest…
—¡Basta!
—bramó Raúl—. Cállese o la arrestaré. Solo quiero saber la
verdad, y no nos queda mucho tiempo. En cuanto me contesté, la
dejaré marchar.
La mujer permanecía quieta, en silencio, sin
saber qué hacer. Entonces, los altavoces volvieron a vibrar.
—¡ATENCIÓN,
ATENCIÓN! ¡ALERTA DE NIVEL CUATRO! ¡EVACUACIÓN INMEDIATA DE LA
CIUDAD! ¡DIRÍJANSE A LAS AZOTEAS! ¡LA CIUDAD SERÁ BOMBARDEADA EN
VEINTE MINUTOS!
—Está
bien, se lo diré todo. De todas formas estoy perdida. ¿Qué podría
hacer frente a un agente imperial que tiene derecho a torturar a los
sospechosos con total impunidad?
—¡Vaya
al grano! Se nos acaba el tiempo.
—Si
usted fuera valiente, saliera de su escondrijo y me mirara a los
ojos, vería qué tengo de especial.
—¡Por
Set! —rugió Raúl al tiempo que apartaba la cortina. Se acercó a
la mujer en dos zancadas y la taladró con su mirada. Enarcó las
cejas en un inusual gesto de asombro.
—Ya
lo ha comprendido, ¿no?
—Todo
lo contrario. Tiene el estigma de la casa Trastámara, el ojo derecho
azul claro, el izquierdo negro como el tizón. Entonces, es usted
noble. ¿Por qué huía si no tiene nada que temer? El sumo sacerdote
la habría dejado en paz con solo mirarla a la cara.
—Está
muy equivocado, ya que no soy noble, aunque me correspondería por
derecho. Sabe usted bien lo que les ocurre a los pobres hijos de
nobles que tienen la desgracia de nacer sin el estigma de la casa,
¿no?
—Por
supuesto. Aunque oficialmente es ilegal, es habitual que sean
repudiados por sus progenitores y enviados a un orfanato, donde
crecen como plebeyos sin padres. Pero usted sí tiene el estigma.
—Ahora
sí lo tengo, pero no cuando nací. Mis padres se asustaron al ver
que tenía los dos ojos azules, y, sin comprender que el color de los
ojos es muy variable en los primeros meses de vida, se desembarazaron
de mí.
—Alguien
tuvo que darse cuenta del error tarde o temprano.
—En
el orfanato, nadie se interesa por el color de tus ojos. No supe
quién era en realidad hasta los veinte años, cuando un pretendiente
descubrió en mí un filón.
»Mis padres negaron la evidencia, así que
intenté restituir mis derechos iniciando un juicio que al final me
llevó dos años a la cárcel por impostora e intento de usurpación
de personalidad. Fue el testimonio de mi pretendiente el que me
condenó. Parece que mis padres le pagaron bastante bien.
—Ya
veo. Se siente ultrajada y por eso intenta vengarse de una sociedad
que le ha usurpado sus derechos. Entonces, usted es una conversa a la
religión arborícola. ¿Me equivoco?
—No,
no se equivoca.
Raúl sonrió. No le había mentido al decirle
que no era una setícola. Los altavoces se encendieron de nuevo.
—¡ATENCIÓN,
ATENCIÓN! ¡ALERTA DE NIVEL CUATRO! ¡EVACUACIÓN INMEDIATA DE LA
CIUDAD! ¡DIRÍJANSE A LAS AZOTEAS! ¡LA CIUDAD SERÁ BOMBARDEADA EN
QUINCE MINUTOS!
—Debemos
irnos o moriremos bajo las bombas —dijo la mujer.
—¿Cuál
es su nombre? —le preguntó Raúl sin hacerle caso.
—Mi
nombre verdadero es Coralie de Trastámara. Es el nombre que habían
elegido mis padres antes de abandonarme.
—Es
suficiente. No necesito conocer su nombre oficial.
Ahora que la tenía delante, Raúl podía
apreciar con detalle los rasgos de su rostro. ¿Cómo era posible que
pusieran en entredicho su verdadera identidad? Sin tener en cuenta el
color de los ojos, los rasgos poco agraciados que había heredado de
su padre, el ilustre Trastámara, eran inconfundibles. El puente
recto y fino de la nariz que terminaba en dos abultadas aletas, las
mejillas asimétricas, una rechoncha, la otra ligeramente hundida,
las cejas pobladas, la tez macilenta o las orejas alargadas la
asociaban de forma inequívoca con su progenitor. A diferencia de su
cara, de rasgos poco proporcionados, su ceñida túnica perfilaba una
esbelta figura de cintura para arriba, que se sustentaba sobre dos
piernas cortas en exceso. “¡Por Set! Si es la viva imagen de
Trastámara en versión femenina”, pensó.
De repente recordó un viejo chismorreo. Se
decía que los Trastámara habían repudiado a una hija, y que ésta
era fruto de un affaire que tuvo la mujer de Trastámara con el
banquero Beltrán. “Así que tu nombre oficial es Juana”, pensó
mientras esgrimía una sonrisa. “Pero todos te llaman Juana la
Beltraneja, aunque seas hija legítima de Trastámara”.
—Bien,
Coralie. Quiero que me diga si sus paseos con objetos prohibidos son
un simple acto de rebeldía o pertenece a alguna organización
ilícita.
—Ya
he respondido demasiadas preguntas. Me largo. Usted puede quedarse y
suicidarse si lo desea.
—Tan
solo necesito saber si simpatiza con el FAD.
—¿El
Frente Antidesierto? A mí también me gustaría saber por qué le
causa tanta desazón ver una rosa sobre la oreja, pero prefiero
conservar mi vida. ¡Adiós!
Por segunda vez en aquella tarde, le daban con
la puerta en las narices sin contestar a sus preguntas.
—¡ATENCIÓN,
ATENCIÓN, ÚLTIMO AVISO! ¡ALERTA DE NIVEL CUATRO! ¡EVACUACIÓN
INMEDIATA DE LA CIUDAD! ¡DIRÍJANSE A LAS AZOTEAS! ¡LA CIUDAD SERÁ
BOMBARDEADA EN DIEZ MINUTOS!
Sabía que tenía que marcharse sin dilación,
pero sus piernas permanecían clavadas al suelo. Sin saber bien por
qué, se agachó a recoger un puñado de hojas, que guardó en el
amplio bolsillo de su chaqueta.
De pronto la puerta se abrió con estruendo.
Raúl de Talavera, sorprendido y aún en cuclillas, vio entrar a dos
policías, un hombre y una mujer, uniformados con el traje de color
sepia de la policía imperial. En una rápida inspección visual,
Raúl se fijó en las dunas cosidas en las pecheras, las típicas
gorras imperiales con visera triangular, las hileras de botones
dorados que partían el pecho por la mitad y en los galones, dos
zopilotes alados y un zorro del desierto, que destacaban en la manga
izquierda de la mujer.
Los dos agentes juntaron los talones, irguieron
sus cuerpos en posición vertical y juntaron sus dedos para formar
una duna con las dos manos, el saludo militar del Imperio. Raúl se
levantó y respondió al saludo.
—Soy
la capitana Eva de Luna —dijo la mujer—. Tenemos orden directa
del emperador de sacarlo sano y salvo de la ciudad.
—Si
el emperador lo ordena, no tengo más remedio que salvar mi vida
—dijo Raúl, sardónico, y los siguió tras coger dos polvorientos
libros de la estantería.
Mientras ascendían por la escalera que
conducía a la azotea, Raúl se fijó en la extravagante cabellera
que asomaba bajo la gorra de la capitana. En la parte derecha crecía
una melena de color verde que descansaba sobre el omoplato, la nuca
estaba cubierta por un pelo rojizo de longitud algo menor; en cambio,
la parte izquierda estaba rasurada por completo.
Cuando salieron a cielo descubierto, o mejor
dicho, cuando se adentraron en la corriente de hojas que barría la
azotea, la visibilidad era nula. Caminaban de lado, como los
cangrejos, para protegerse del envite del viento. Tras avanzar tres
interminables pasos contra corriente, Raúl pudo distinguir el
remolino de trocitos de hojas pulverizadas que surgía de las aspas
del helicóptero.
Subieron a la cabina y el
aparato ascendió hasta emerger, cual submarino, a la superficie de
aquel mar inaudito. Un sol brillante pendía de nuevo sobre ellos. El
piloto viró rumbó al suroeste, y a su encuentro volaban de forma
incesante helicópteros militares de combate cargados de proyectiles,
bombarderos
dispuestos
a zambullirse de inmediato y soltar su lastre.
—Volamos
en el moderno modelo H-420, cuyo rotor principal dispone de palas
afiladas como cuchillas —dijo la capitana—. Podríamos navegar
aun estando rodeados de ramas de grosor medio.
—Lo
conozco a la perfección, su período de pruebas terminó hace tres
semanas. Le doy las gracias por la información, pero creo que mi
sueldo no me permite comprarme uno.
—¡Vaya!
—exclamó Eva sin enfadarse—. Posee usted la rudeza, falta de
tacto, ironía y causticidad de un arborícola. Sin temor a
equivocarme, creo que es usted nogal: espontáneo, agresivo,
contradictorio y sarcástico.
Raúl la miró con el ceño fruncido.
—Así
que es usted aficionada al horóscopo arborícola.
—Pecando
de inmodestia, puedo decir que soy una experta en el tema —dijo la
capitana sonriendo. El lejano rumor de las explosiones llegó a sus
oídos.
—Curiosa
afición en una noble.
—Veo
que también es observador.
—En
realidad no lo soy. Pero es difícil dejar pasar por alto la falta de
pelo en una mujer joven y atractiva. Además, hace tiempo que conozco
el estigma de la casa Luna.
—¡Vaya!
—se rió Eva—. Si va a resultar ahora ser un conquistador.
—En
modo alguno. Sin embargo, creo no equivocarme al pensar que es usted
algo frívola.
—¿Ah,
sí?
—¿No
es un clavel lo que asoma del bolsillo de su chaqueta?
—¡Oh,
sí! Es mi flor preferida, tan aromática.
—Me
sorprende que hable con tanta ligereza del pueblo enemigo y su
horóscopo, un tema tabú, y que acuda a una misión de rescate con
plantas prohibidas en los bolsillos. Si a un plebeyo se le ocurriera
decir en voz alta algo parecido, sería arrestado por los barrenderos
y acusado de herejía. Incluso usted, como capitana de la policía,
se vería obligada a detenerlo y ponerlo en manos del sumo sacerdote.
¿No es algo incoherente?
—Escuche:
mi labor consiste en hacer cumplir la ley, no en emitir valoraciones
subjetivas. Los nobles tenemos permiso para tener cualquier tipo de
planta o de interesarnos por la cultura arborícola siempre y cuando
demostremos día a día nuestra lealtad al régimen y a la Hermandad
Dorada.
—Claro,
por supuesto. Si la ley le favorece, ¿para qué plantearse
cambiarla?
—Ya
veo, es usted un plebeyo que pretende rescindir los derechos
históricos de los nobles. ¿No es eso?
—Por
cierto —dijo Raúl, sin contestar la pregunta—, ¿qué hace la
hija de un prestigioso noble trabajando en la policía, cuando podría
dedicarse a la vida contemplativa?
—Yo
soy abedul, por lo que tengo un cierto nivel de ambición y no me
conformo con ser solo la hija de un noble. Además, ya sabe que en la
policía los puestos de mando corresponden en exclusiva a los nobles.
Y no me va a sacar de mis casillas, si es lo que pretende. Los
abedules somos muy calmados.
—Solo
pretendo despertar su adormecida conciencia. Creo que debemos
guiarnos por nuestros sentimientos y no solo por las obligaciones
contractuales con el régimen. Me parece que su interés por la
naturaleza y el Pueblo Arborícola va más allá de la mera
curiosidad, que usted ama las plantas. ¿Me equivoco? Y, no obstante
—continuó Raúl sin esperar respuesta—, es parte activa del
mecanismo imperial que reprime la naturaleza. ¿No es incoherente?
—Ve
usted la paja en el ojo ajeno y no la viga en el suyo. ¿Acaso no es
usted un plebeyo que trabaja como agente imperial, un miembro del
mecanismo imperial que reprime a los de su clase?
—No
creo haber mostrado ninguna simpatía hacia la plebe. Quizá me
podría llamar traidor a mi clase social, pero no incoherente. A
diferencia de usted, yo hago lo que me dicta mi conciencia.
—¿Y
su conciencia le dice que torture a herejes plebeyos?
—Sabe
muy bien que la tortura es competencia exclusiva de Jaime de
Torquemada. Yo ayudo a mantener a raya al Pueblo Arborícola,
protegiendo así tanto a nobles como plebeyos de su posible
expansión.
De pronto, el piloto inició el descenso.
Los tres anillos concéntricos que formaban la
ciudad de Lunburgo se hacían cada vez más grandes e impresionantes
a medida que el aparato perdía altura. En el centro se erguía el
colosal palacio de la casa Luna, rodeado por el bosque de algarrobos,
pinos y nogales, una isla de verdor encerrada bajo redes aislantes, y
separado de la ciudad anillada por un ancho foso de varios metros de
profundidad. Raúl pronto pudo divisar la enorme muralla fortificada
que crecía a la orilla del foso, así como a los numerosos guardas
que patrullaban por el adarve, cuyas capas adornadas con la media
luna menguante ondeaban al viento.
El primer anillo —en cuyo interior habitaba
la clase plebeya pudiente— se veía muy delgado en comparación al
segundo, más grueso, que era el feudo de la clase media, pero, sobre
todo, parecía insignificante al lado del enorme tercer anillo, donde
se hacinaban los olvidados habitantes de las clases bajas.
Afuera, imponente, abrumador, se extendía un
anillo mucho más grande, un erial interminable tachonado aquí y
allá por islas de cactus, rosas del desierto, higos chumbos y otras
plantas de regiones áridas, las únicas que podían crecer en
libertad en el Imperio.
El omnipresente tapiz de tonalidades marrones y
grisáceas solo perdía su uniformidad cromática por el ancho canal
que lo surcaba, un río artificial que transportaba el agua a la
ciudad.
Desde el aire, las caravanas
de pequeños comerciantes, mercachifles o buhoneros, que entraban y
salían de la urbe a horcajadas sobre sus camellos, parecían
ejércitos de hormigas que transportaban
su
carga desde grandes distancias hasta el hormiguero. La ciudad de
Lunburgo —al igual que todas las ciudades modernas del Imperio—
no era más que un inmenso hormiguero dotado de una compleja
estructura y muy jerarquizado socialmente al que había que abastecer
para poder sobrellevar el crudo invierno.
—El
tercer anillo va a engordar todavía más con los refugiados que van
a llegar de la ciudad devastada —dijo Raúl—. Solo los más
afortunados, o aquéllos con contactos, podrán entrar en el segundo
anillo.
—Sin
duda, aunque a usted no creo que eso le importe mucho. Al fin y al
cabo, solo son plebeyos.
Los músculos se relajaron de forma
imperceptible en el siempre tenso rostro del agente. Su voz sonó
algo cansada.
—¿Sabe?
Durante dos años he trabajado de incógnito entre los habitantes
libres de la ciudad que ahora va a ser destruida. No tenían una vida
fácil, quizá incluso fueran más pobres que los plebeyos del tercer
anillo. Pero vivían de forma independiente, sin ataduras; y eso es
algo que van a perder. Aunque la ciudad estuviera en decadencia,
siempre era mejor seguir como estaban que entrar en el tercer anillo.
Siento lástima por ellos.
—Me
está rompiendo los esquemas. ¿Es usted un nogal con sentimientos de
empatía hacia los demás? Aunque, claro, los nogales son por lo
general muy extraños y contradictorios.
—¿Puede
decirme qué necesidad había de bombardear la ciudad? ¿Qué se
consigue con ello? —Su voz sonó irascible.
—Eso
lo sabrá usted mejor que yo. La policía no interviene en política.
—¿Acaso
los nobles no conocen la importancia de las ciudades fronterizas para
el Imperio? No son solo puntos clave de importantes intercambios
comerciales con el Pueblo Arborícola, sea o no reconocido de forma
oficial, sino que están contribuyendo a frenar la expansión de la
frontera arbolada.
—¿Expansión?
—¡Oh,
sí! Desde hace un tiempo, las fronteras se están moviendo. Con
mucha lentitud, por supuesto; quizá un metro al año como mucho en
las zonas más débiles, pero lo están haciendo. Sin embargo, en las
inmediaciones de las ciudades fronterizas el retroceso es casi nulo.
—¿Y
por qué no se lo hace saber al emperador, si es tan obvio?
—¡Maldita
sea, por Set! ¿Acaso cree que no lo he hecho una y mil veces? —gritó
con voz quebrada. Sus puños se cerraron con fuerza, privando de
sangre a los nudillos.
—Hemos
llegado a Lunburgo. Va a ser nuestro invitado, y espero que tenga
mejores modales con mis padres.
El helicóptero se posó con suavidad en el
helipuerto de la mansión de la casa Luna. Las silenciosas aspas
dejaron de rotar.
**
El viento había cesado, así como la lluvia de
hojas, los remolinos y las tolvaneras. Tan solo quedaban en pie las
negras columnas de humo que surgían de las casas incendiadas,
oscuros cilindros que parecían llevarse consigo el alma de la ciudad
devastada. Un penetrante olor a quemado impregnaba la atmósfera. Los
helicópteros del ejército imperial buscaban con dificultad algún
lugar libre de escombros donde posarse. Ningún edificio quedaba en
pie; las ruinas humeantes solo albergaban montañas de cascotes
calcinados, madera carbonizada y metales fundidos.
Un helicóptero H-200, ya
bastante anticuado pero dotado de un tren de aterrizaje maleable y
elástico, capaz de adaptarse a superficies muy irregulares, se posó
mansamente sobre un cascajal que hacía no muchos minutos era una
plaza pública. La hermosa fuente que adornada su centro había
estallado, esparciéndose
sus
esquirlas en un radio de varias decenas de metros. En su lugar había
ahora un cráter de grandes dimensiones del que manaba un fino
hilillo de agua, un regato de corta vida que bañaba sendas riberas
de guijas sin pulimentar. La base del fuselaje se fue deformando en
pocos segundos hasta quedar asentada con firmeza sobre los afilados
guijarros.
Dos soldados imperiales saltaron a tierra desde
la cabina. Vestían el típico traje negro con vetas pardo
amarillentas de la infantería imperial, botas altas de suela dúctil
pero muy resistente y casco en forma de duna. El correaje incluía
una canana de cuero, funda para la pistola láser y tahalí para el
cuchillo. Dada la importancia de la operación llevaban la visera del
casco calada y el barboquejo abrochado. El halcón bordado en la
manga derecha de la guerrera los identificaba como soldados rasos.
Caminaban en posición de combate por la
derruida ciudad fantasma, con los cinco sentidos alerta, blandiendo
el fusil láser en ángulo de ataque. Sus botas dejaban ya un largo
rastro de huellas sobre una extensa playa de ceniza grisácea,
salpicada aquí y allá por restos ennegrecidos de ladrillos y trozos
de mampostería, y sobre la que se consumían las últimas pavesas
moribundas. Por doquier reinaba la destrucción; ni un solo edificio
había quedado indemne.
—¡Por
Set! Les hemos dado una buena lección a esos cabrones —dijo uno de
los soldados, un gigantón de más de dos metros y voz bronca.
—Seguro
que sí —respondió el segundo, algo menudo y de voz aflautada—.
Me juego el cuello a que aquí no va a volver a crecer un solo tallo
ni va a caer una sola hoja más por muchos años.
—Y
como aparezca alguna la voy a triturar hasta reducirla a cenizas.
—Terminemos
rápido nuestra ronda y podremos irnos de juerga. Conozco una tasca
en el tercer anillo…
El súbito silbido del viento, que comenzó a
arreciar de nuevo, hizo que se pararan en seco.
—Ja,
ja —se rió el gigantón—. Se diría que nos hemos asustado.
El soldado menudo levantó del suelo un libro
medio carbonizado. Mientras hojeaba con gesto de desprecio las
páginas mutiladas, una nueva ráfaga se lo arrancó de las manos. Al
mismo tiempo, una sombra ovalada los envolvió, quedando privados de
la cálida luz solar. Ambos alzaron la cabeza hacia el cielo.
—¿Qué
es esa mancha? —preguntó el soldado menudo.
—Parece
una nube de… —Tragó saliva—. De hojas.
—No
es posible.
De pronto comenzó un nuevo diluvio de hojas,
al mismo tiempo que el fragor del viento acallaba sus voces y
levantaba polvaredas de ceniza a su alrededor.
—Volvamos
al helicóptero. ¡Rápido! —bramó el gigantón.
Comenzaron a correr siguiendo el rastro de sus
propias huellas, ya que apenas podían ver nada a su alrededor. En su
alocada huida se cayeron, chocaron entre sí varias veces, hasta
perdieron sus fusiles. Pronto la niebla de hojas se hizo tan espesa
que perdieron toda visibilidad, de suerte que extraviaron el rumbo
por completo, quedando pues a merced del azar.
Por unos segundos se detuvieron, desconcertados
y jadeantes. Sin embargo, una nueva embestida del viento, que lanzó
una súbita andanada de proyectiles contra sus cascos, les hizo
reemprender su irracional escapada.
Ya no podían correr. A duras penas vadeaban
una marea creciente que alcanzaba ya las corvas del gigantón, cuando
éste sintió que el suelo se hundía bajo sus pesadas botas. Había
quedado atrapado en una poza llena de escombros mezclados con cieno,
ceniza, hojas y ramas. Sus pies no alcanzaban suelo firme, y su
frenético braceo lo hundía cada vez más. Su compañero le tendió
la mano y tiró de él con todas sus fuerzas, pero sin ningún
resultado.
—¡Vamos!
¡Sácame de aquí, inútil!
—No
puedo, eres demasiado pesado. Suéltame la muñeca y traeré una
cuerda del helicóptero.
—¡Claro!
Eso será si lo encuentras, recuerdas el camino de vuelta y no
decides largarte y dejarme aquí tirado. Ni hablar del peluquín. Tú
me vas a sacar ahora o te pudrirás conmigo en esta poza inmunda.
—Suéltame
o…
—¿O
qué, rata?
El soldado menudo se llevó su mano izquierda
al cinturón buscando la daga que colgaba del tahalí. Tras encontrar
la empuñadura, la levantó y, tras unos segundos de titubeo,
descargó sin mediar palabra un certero golpe en el centro del pecho
de su compañero, que soltó un desgarrador alarido antes de caer
fulminado.
Se diría que el viento se había asustado por
el grito del gigantón, ya que cesó de aullar por unos momentos,
permitiendo que se abriese una brecha en la cortina de hojas,
hendidura por la que el soldado menudo pudo atisbar el helicóptero a
dos metros de distancia.
Segundos más tarde el helicóptero comenzó a
ascender con lentitud. Las aspas del rotor principal partían las
hojas resecas en minúsculos pedacitos que se esparcían en todas
direcciones. Gruesas gotas de sudor frío perlaban la frente del
soldado, que conocía las limitaciones del aparato que pilotaba. Su
corazón latía desbocado.
El altímetro marcó cien, ciento cincuenta,
doscientos pies. El aire empezaba a clarear a medida que la densidad
de hojas disminuía. El soldado pensaba esperanzado que quizá al
llegar a los trescientos pies estaría a salvo. Tragó saliva y
aumentó la potencia del motor.
Una masa oscura apareció de pronto ante sus
ojos, moviéndose a su encuentro a gran velocidad. Aunque de lejos no
había podido adivinar la naturaleza de la extraña nube, pronto fue
consciente de la terrible amenaza que se cernía sobre él. A pesar
de que subió al máximo las revoluciones e incrementó el ángulo de
ascensión, no pudo evitar el brutal impacto con una espesa maraña
de ramas, tallos y flores entremezclados.
Las palas del modelo H-200 no podían partir
ramas de un grosor superior a un centímetro. Por desgracia, en
aquella nube abundaban las ramas gruesas. Las aspas porfiaron unos
minutos, golpearon con todas sus fuerzas la dura madera de roble y
teca, pero al final se obturaron y dejaron de girar por completo.
El helicóptero se precipitó a tierra.
La Hermandad
de la Luna Oculta (1)
El hombre, ya anciano, dio un paso al frente
con decisión. Cojeaba ostensiblemente, y sobre los pliegues de su
piel macilenta se adivinaba el peso de una vida llena de dificultades
y preocupaciones. Aun así, su paso era enérgico y decidido, firme e
inexorable, ya que se encaminaba a completar la misión de su vida,
aquello por lo que tanto había luchado y sufrido.
Al subir al estrado no pudo evitar sentir un
molesto cosquilleo en la boca del estómago. A su lado, postrada en
su silla de abedul, esperaba con paciencia Esmeralda, su mujer y
compañera durante tres décadas, cuyos ojos de color verde oscuro lo
perseguían como un radar. A pesar de su invalidez, su rostro lleno
de llagas y su boca desdentada, él seguía cautivado por su
penetrante mirada.
Antes de comenzar su discurso echó un vistazo
a su alrededor. Alzó la vista y se encontró con el dosel de la
bóveda arbórea que los protegía de la lluvia pero que apenas
dejaba pasar tímidos rayos de luz. Gruesas ramas se entrelazaban con
otras más delgadas hasta formar una tupida malla, coloreada por
hojas verdes, amarillas, rojas y azules.
Su mirada cansada se posó en la densa cortina
de gruesas lianas arracimadas en las zonas orientadas al norte y al
oeste. Tras ellas, si algún incauto tuviera la osadía de abrir un
boquete, se abriría un pavoroso precipicio de cientos de metros de
profundidad. Al fondo, si el incauto se atreviera a asomarse, vería
una inmensa boca de color verde azulado perlada de destellos dorados.
El lago, profundo, taimado, traicionero, besaba la base del farallón
y esperaba la llegada del incauto con infinita paciencia.
Sintió un súbito escalofrío. No sabía a
ciencia cierta si necesitaba calor corporal o el frío se debía a
los nervios, pero se abrochó la pelliza de lana negra en un gesto
instintivo, sin dejar una sola presilla libre. Frente a él, sentados
sobre la hojarasca en la posición del loto, esperaban pacientemente
con mirada bovina sus acólitos, sus hijos, los hijos de sus amigos y
compañeros, aquéllos que custodiarían el preciado tesoro. Todos
ellos estaban abrigados con pellizas de lana blanca.
Nada sabían y nada debían saber, tan solo
cómo sobrevivir en la cima de aquel cerro hundido en la profundidad
de la selva, un reducto rodeado de precipicios cuyo único acceso era
un estrecho sendero serpenteante que ascendía por la ladera sur.
El hombre abrió el cofre ribeteado de piedras
preciosas engastadas y, tras comprobar su contenido, comenzó el
ritual que tantas veces había repetido.
—¿Quiénes
sois?
—¡Somos
la Hermandad de la Luna Oculta! —gritaron a coro.
—¿Quién
es vuestro dios?
—¡Toth,
dios de la Luna Oculta!
—¿Cuál
es vuestra misión?
—¡Proteger
el tesoro; evitar que caiga en manos extrañas hasta que llegue el
momento de liberarlo!
—¿Sabréis
distinguir el momento adecuado?
—¡Lo
sabremos! ¡Toth nos guiará! —bramaron.
—¿Sabréis
distinguir a los usurpadores?
—¡Lo
sabremos! ¡Toth nos guiará!
—¿Qué
haréis si alguien intenta robar el tesoro?
—¡Lo
mataremos!
—¿Quién
es vuestro jefe?
—¡Gunn,
el de la túnica celeste, el de la pelliza de lana negra! ¡Él es
nuestro jefe, él nos guiará!
—¿Lo
obedeceréis hasta la muerte?
—¡Sí!
—¿Lo
seguiréis hasta el mismísimo infierno?
—¡Sí!
—¿Defenderéis
el tesoro cueste lo que cueste, por encima de vuestras vidas?
—¡Sí,
sí, sí!
—¿Cómo
educaréis a vuestro hijos?
—Les
enseñaremos a proteger el tesoro; les enseñaremos a obedecer a Gunn
y a venerar a Toth.
El hombre, una vez concluido
el ritual, fue colocando en una larga fila los cálices dorados con
los que sellarían su juramento a la Hermandad de la Luna Oculta.
Mientras Gunn le ataba al cuello la capa carmesí, levantó con
elegancia el primer cáliz y escanció en su seno aguardiente de
centeno. Dispuestas simétricamente a lo largo del pie ovalado,
cuatro lunas de oro puro sostenían sobre sus hombros la copa del
cáliz, cuyo borde refulgía a la luz de la pedrería fosforescente
incrustada. Ofreció sendas copas a Esmeralda y a Gunn, y bebieron de
un trago el contenido. El hombre se secó los labios con una
servilleta
ajada.
Los miembros de la Hermandad comenzaron a
desfilar. Sus rostros neutros no expresaban ninguna emoción; bebían
porque era su obligación, porque su adalid lo ordenaba, porque Gunn,
el de la túnica azul, el de la pelliza negra, así lo había
dispuesto. El rebaño estaba listo para cumplir su misión.
**
Se encontraban sentados
frente a frente. Los ojos verdes de Esmeralda Flint miraban al suelo,
inexpresivos. Había llegado el
momento de poner fin a sus cuitas.
El hombre extrajo dos ampollas de un pequeño
maletín de piel. Las contempló unos segundos con cierto deleite
antes de abrirlas y verter su contenido en las copas que había
preparado. Esmeralda suspiró cuando el líquido azulado inundó el
fondo de su cáliz.
Un agudo tintineo reverberó durante varios
segundos en las paredes de la cueva mientras apuraban sus copas. Una
vez cumplido el ritual, el hombre dejó caer la copa sobre la
alfombra de hojas, se secó los labios con la manga de su pelliza y
se sentó, satisfecho.
—Solo
tendremos que esperar media hora. Hemos cumplido fielmente nuestro
cometido, y ahora nuestras almas podrán descansar en la paz de Toth.
Esmeralda despertó de repente de su aparente
letargo.
—Me
estaba preguntando si no ha sido una crueldad abocar a nuestros hijos
a una vida triste y gris, privarlos de inteligencia, de
conocimientos, de sabiduría.
La mirada plácida del hombre se transmutó en
una expresión furiosa e iracunda. Los ojos de Esmeralda brillaban a
la luz de las llamas; se habían vuelto joviales de repente.
—¿Cómo
puedes decir eso, insensata? —bramó—. Es el precio que hemos de
pagar por el tesoro, por el futuro de la humanidad. Él es lo único
que importa, y no nuestras míseras e insignificantes existencias.
¿Acaso quieres echar por la borda nuestro sacrificio de tantos años?
¿Pretendes poner en peligro la paz de nuestras almas?
Esmeralda Flint abrió su boca desdentada. Sin
embargo, no dijo nada.
“Me
está poniendo a prueba”, pensó el hombre de repente. “Eso es.
Ha notado mis dudas y desea que me muestre firme”.
—Debemos
culminar nuestra tarea, Esmeralda, y tú lo sabes mejor que yo. Solo
si son unos completos ignorantes permanecerán aquí encerrados
durante el tiempo que haga falta hasta que llegue el momento. ¡No
deben saber que existe una civilización ahí fuera!
Esmeralda mostró sus
encías al
comenzar a reírse.
—¿Qué
te hace tanta gracia? —preguntó irritado. Comenzaba a notar que
sus músculos se ponían rígidos.
—Tu
estupidez, tu estulticia, no lo sé. Crees que te estoy poniendo a
prueba. ¡Como si no hubiera sabido todo este tiempo que dudabas, que
no creías de verdad en lo que hacías! Te has vuelto un engreído.
—¡Eso
es mentira! Es evidente que has perdido la cabeza en los últimos
minutos de tu vida.
—En
absoluto, estoy completamente cuerda. Y además no voy a morir
todavía. Me quedan todavía un par de días para enderezar el rumbo
y poner orden en el futuro de nuestros hijos y nietos.
—¿De
qué estás hablando? Has tomado el mismo veneno de hierba azul que
yo.
—Eso
es verdad. Lo que tú no sabes es que antes me he inoculado un
antídoto.
El rostro del hombre se puso rojo de ira. Sus
resecos labios temblaban.
—¡Traidora!
¡Judas! —gritó—. No lo voy a permitir. Te voy a estrangular.
Hizo un fugaz ademán de levantarse, pero dos
férreas manos sujetaron sus hombros huesudos, anclándolo de nuevo
en el asiento.
—¿Me
creías tan tonta? —dijo Esmeralda—. He tomado mis precauciones,
pues no en vano fui en otros tiempos la capitana Flint. Gunn,
sujétalo bien mientras aún conserva algo de movilidad.
El hombre se pasó el dorso de la áspera mano
por su cara, un rostro que, rojo como la grana, ardía de ira y
desesperación. Comenzaba a notar la creciente rigidez y
entumecimiento de los músculos, la sequedad de su lengua, el picor
en los ojos, las palpitaciones en su cabeza, el vértigo en su
estómago, todos los síntomas producidos por el veneno de hierba
azul. Pero la impotencia que lo embargaba era mucho peor que todo
eso. ¡Cómo había esperado con impaciencia poder disfrutar de esa
media hora mágica, en la única compañía de su amada mujer,
saboreando unos últimos momentos de gloria! ¡Cuánto había
anhelado ese momento sublime! Durante años, había vivido con el
temor de morir de forma prematura, de que le correspondiera a otro la
gloria de culminar la tarea. Pero no había sido así. Todos los
compañeros habían muerto antes, no habían sido tan fuertes como
ellos. Y en lugar de las mieles del triunfo, recibía una agria
cucharada de hiel.
—No
solo vas a arruinarlo todo —dijo con voz débil y aguardentosa—,
sino que me has destrozado el corazón. ¿Por qué has tenido que
contármelo? ¿Por qué me torturas? ¿Por qué no me has dejado
disfrutar de media hora de gloria?
Esmeralda rió de nuevo.
—Crees
que soy perversa y cruel. Y quizá tengas razón: soy igual de
perversa que tú. Hace un minuto me has amenazado con estrangularme,
y sé que lo habrías hecho sin dudarlo un solo instante con tal de
salvar tu misión. La misión. Siempre la misión, el tesoro y la
gloria eterna. ¿Acaso vas a negar que durante años has deseado que
tus amigos, tus compañeros y tus amantes fallecieran antes que tú?
La misión y la codicia han oscurecido tu corazón, lo han hecho
indigno de la paz de Toth.
—Me
he sacrificado por la misión, no puedes reprocharme nada —masculló
con voz casi ininteligible.
—Sí
puedo. ¿Acaso has dado a nuestros hijos, a los hijos de nuestros
amigos, a todos estos tontos de remate que hemos criado la
oportunidad de elegir si querían o no sacrificarse, si deseaban ser
unos bobalicones ignorantes?
—Es
necesario, por la causa, por el futuro de la humanidad. Además, la
ignorancia puede dar la felicidad. —Su voz era ya un casi inaudible
susurro.
—¿Sabes
lo que pienso? Creo que escondes tu ego y tus delirios de grandeza
tras grandes palabras huecas. Y no intentes venderme que has hecho lo
mejor para la felicidad de tus hijos. Has creado tontos para poder
manipularlos a tu antojo.
El labio del hombre colgaba flácido. Un
hilillo de saliva corría por las comisuras de sus labios.
—Veo
que ya no puedes hablar. Sin embargo, tu mente seguirá lúcida unos
minutos todavía; me entiendes a la perfección. Te voy a explicar
mis motivos, y espero que conserves algo de inteligencia para
entenderlos.
»Yo al menos no escondo que estoy henchida de
orgullo y satisfacción por ser quien culmine la misión, quien
siente las bases del futuro de la humanidad. De no ser por mí,
vuestra ineptitud habría arruinado la misión. ¿Cómo podéis
pensar que unos estúpidos ignorantes puedan custodiar el tesoro? Y
esa absurda cantinela: ¡Toth nos guiará! Cuando llegue el momento,
estos palurdos no sabrán distinguir nada. Cualquier usurpador los
engañaría, y robaría o destruiría el tesoro sin resistencia.
Esmeralda rió de nuevo.
—Gunn
sabe mucho más de lo que te imaginas. En los años venideros, él
los va a entrenar, les va a contar parte de la verdad. Quizá sea
tarde para ellos, pero no para nuestros nietos, que formarán una
comunidad instruida. Ellos decidirán qué hacer con sus vidas con
total libertad, custodiarán el tesoro con sabiduría y tomarán sus
propias decisiones.
»Y, además, verán por fin la luna.
El hombre cabeceó en un último espasmo de los
músculos de su cuello.
—Sé
lo que piensas. Crees que si conocen la existencia de un mundo fuera
de este poblado perdido en la selva, alguno escapará y revelará el
secreto. Es posible, no lo niego, pero es un riesgo que hay que
correr. Mi plan, al contrario que el vuestro, tiene alguna
posibilidad de éxito.
»Además, a mí no solo me mueve mi ego, sino
también el amor por nuestros hijos. No puedo soportar que se
comporten como ovejas, y no soy capaz de sacrificarlos en aras de
ninguna misión ni de etéreos ideales, por importantes que sean.
El cuerpo del hombre se inclinó hacia la
izquierda cuando Gunn, el de la pelliza negra, soltó sus hombros.
—Supongo
que pensarás que he tenido mucha suerte de ser la última
superviviente. ¡Pobre necio! ¿Acaso crees que ha sido casualidad?
Esmeralda Flint se pasó la mano huesuda por el
pelo lacio y blanquecino.
—Ha
llegado el momento de despedirnos. Creo que debía contarte la verdad
y explicarte mis motivos. Lo he hecho con la esperanza de que
comprendas que es lo mejor para todos, que vosotros estabais
equivocados, y no para torturarte.
—Mi
señora —dijo Gunn—, ya no respira.
—Está
bien. Entiérralo rápido. Tenemos mucho trabajo que hacer.