domingo, 26 de mayo de 2013

La fuga de Logan


 
 
Autores: W.F. Nolan, G.C. Johnson

La fuga de Logan es una novela que parte de un planteamiento distópico bastante interesante. En un futuro, debido a la superpoblación, sólo está permitido vivir hasta los 21 años. A esa edad, todos deben someterse a un sueño inducido e ir a parar a las Casas del Sueño.
Como es lógico, no todos aceptan de buen grado esa situación, por lo que en esa sociedad futura existe la figura de los Vigilantes, encargados de capturar a todo aquél que intente escapar de su destino predeterminado.
Logan es un Vigilante y, a partir del título de la novela, es fácil adivinar lo que va a ocurrir.
Como digo, el principio me resultó muy interesante, pero el desarrollo posterior del argumento es para mí insatisfactorio.
Primero, porque la huida se convierte en un correcalles en el que el protagonista y su compañera, Jess, se ven envueltos en una situación de peligro tras otra. Algunas de ellas son raras e inverosímiles, y guardan poca relación con el argumento de la novela.
En segundo lugar, de los personajes no se nos cuenta casi nada, y realmente no tienen ninguna relevancia en la trama. Aparte de huir, poco más hacen.
El final no está mal y tiene un cierto toque asimoviano (no digo cuál porque es un spoiler), pero tampoco es para echar cohetes.
Aunque es una novela de cierta fama, y que ha sido llevada al cine y a la televisión, me parece normal que no aparezca en ninguna lista de grandes obras de la ciencia ficción. Es entretenida, de ritmo ágil, prosa sencilla, y se puede pasar un buen rato leyéndola, pero no tiene el nivel de un gran obra. Al argumento y a los personajes les falta mucha chicha.
Recomendable para pasar un ratillo entretenido sin buscar mayores pretensiones.

sábado, 4 de mayo de 2013

Capítulo 2 de "Hijos del desierto"


La publicación de la novela Hijos del desierto está en proceso, y con gran probabilidad verá la luz en uno o dos meses a lo sumo.
De momento, os dejo como avance el segundo capítulo.



Capítulo 2: Un chantaje

Un hombre alto, prematuramente envejecido, con un pelo lacio y cano retorcido en rizos desmañados, y que ocultaba su rostro con el embozo de la capa, caminaba con paso renqueante, apoyándose en su bastón, por un callejón oscuro del tercer anillo. Nadie habría dicho que esa persona era la de mayor rango de la ciudad de Gutenburgo. ¿Qué iba a hacer un noble paseándose por el Pasadizo, el barrio más peligroso de la ciudad? Y, sin embargo, así era.
En la penumbra del atardecer, caminaba con temor por la callejuela empedrada, que descendía retorciéndose como una culebra por la colina de tierra rojiza. El silencio sepulcral solo se veía turbado por el repiqueteo incesante de su bastón en el pavés. A ambos lados de la calle apenas se distinguían las siluetas de las casas de adobe unifamiliares, los grupos de cactus, arracimados de forma esporádica a su alrededor en una parodia de jardín, o los abrevaderos semivacíos de los camellos.
Tenía la sensación de que las sombras lo vigilaban, de que alguien lo perseguía. El miedo agarrotaba sus músculos.
El repentino aleteo de un murciélago del desierto lo sobresaltó. Sabía que merodeaban por los callejones al atardecer en busca del néctar de los cactus, pero aun así no pudo evitar que un estremecimiento de terror recorriera su cuerpo. El silencio gélido que envolvía la creciente oscuridad, apenas borrada por la débil luz de la luna en cuarto creciente, le helaba la sangre en las venas. Solo, sin escolta, era un blanco fácil para las hienas de la noche. No obstante, su terquedad no admitía vuelta atrás. Esperaba que el premio a su osadía le compensara con holgura.
Alcanzó el final de la cuesta, exhausto. Ante él se erguía una casa de adobe de dos plantas, cuya puerta, de roble macizo, estaba reforzada con remaches de hierro. Sin duda, había llegado a su destino, pues con absoluta seguridad no encontraría una puerta igual de lujosa en varios kilómetros a la redonda.
Levantó la aldaba de bronce en forma de camello con su mano derecha y golpeó dos veces con fuerza sobre una cabeza de clavo, algo picada ya por el reiterado uso. Nadie respondió a su llamada. Medio minuto más tarde volvió a dejar caer el camello tallado sobre el clavo, esta vez con más suavidad. La pesada puerta giró sobre sus goznes con un chirrido hasta dejar libre un estrecho resquicio, por el que se coló el noble como a hurtadillas.
En la casa de enfrente, escondidos, dos ojos lo observaban a través del visillo traslúcido de la ventana.
El interior de la casa estaba oscuro como la boca del lobo. El noble se dejó guiar por una mano huesuda que le oprimía la muñeca con la tenacidad de una cadena de hierro. Caminaron largo rato por un pasillo recto, o eso le pareció a él, si bien poco podía fiarse de sus ciegos sentidos en la total oscuridad reinante. El misterioso anfitrión se detuvo, liberó —para alivio del visitante— la tenaza del brazo durante unos segundos, levantó una pesada trampilla situada a ras del suelo y lo arrastró hacia una empinada escalera descendente. Se oyó un golpe sordo al cerrarse el portillo sobre sus cabezas.
El noble había perdido por completo cualquier noción del tiempo y del espacio; tras recorrer una infinidad de peldaños, no podía recordar cuántas veces habían subido y bajado, cuántas habían torcido a derecha e izquierda ni cuántas trampillas habían traspasado. Le temblaban las piernas, que a duras penas lo sostenían en pie; la intensa humedad del pasadizo se le había metido hasta los tuétanos, y comenzaba a notar que los pulmones le ardían.
Por fin su guía se detuvo. Escuchó el susurro de sus pasos sobre el suelo terroso al alejarse con lentitud.
Le deseo una visita productiva —dijo con voz áspera.
Era la primera vez que le hablaba desde su llegada, tras lo cual cerró una puerta con violencia a su espalda, provocando un intenso eco que reverberó por las paredes de la gruta durante un buen rato.
La humedad del ambiente, sazonada por un olor a moho acre, acídulo, le dificultaba la respiración, por lo que no conseguía recuperar el aliento tras la larga marcha por los pasadizos. Se sentía algo estúpido allí parado, de pie, en medio de la desconocida negrura, irritado por un molesto picor en el interior de las fosas nasales, el ardor en la garganta y el helor que fluía por todo el cuerpo.
Una luz que surgió de improviso iluminó una silueta humana, difusa al principio, pero que fue adquiriendo consistencia y nitidez a medida que la llama de la antorcha prendía en los apliques colgados en la pared rocosa. Como si de una representación teatral se tratara, los distintos focos se encendieron de forma gradual hasta dejar a la vista el decorado del escenario.
Se encontraba en una cueva circular, abovedada, de cuyo techo colgaban amenazantes estalactitas afiladas. Justo delante de él había dos tocones de piedra cubiertos por esterillas de esparto. Al fondo, sumidas en la penumbra, se distinguían borrosamente unas gradas esculpidas en la roca. Sin duda, se encontraba en el centro de un escenario.
Tome asiento, señor Gutenberg, por favor —dijo el hombre con voz amable pero desconfiada. Era un hombretón de casi dos metros de altura, con la piel curtida por el sol, la mirada hosca, el semblante serio. Llevaba puesta una chilaba de piel de camello que cubría por completo su camisa blanca de lino y sus pantalones hasta la altura de las rodillas. Al bajarse la capucha, el noble vio a un hombre casi calvo (solo conservaba dos ralos semicírculos de pelo blanquecino alrededor de las orejas), mofletudo, con las espesas cejas fruncidas y unos ojos negros en un inquietante estado de alerta continua. Le tendió una chilaba idéntica a la suya—. Póngase esto o se va a quedar helado. No quiero ser acusado de atentar contra la salud de la nobleza —dijo en tono irónico. Se sentó en el tocón libre, de manera que se encontraban frente a frente, tan cerca uno de otro que el noble podía notar el cálido aliento de su anfitrión.
Bien, supongo que se preguntará cuál es el objeto de mi visita, señor Robespierre. —Su anfitrión miraba al noble a la cara con sus nerviosos ojos negros—. Comprendo que recele de mí, y que haya tomado tantas precauciones trayéndome a estas catacumbas. Solo quiero proponerle un negocio beneficioso para ambos. Usted tiene algo que yo necesito, algo de un valor incalculable. A cambio, le pagaré bien, le proporcionaré la ciudadanía en el segundo anillo para usted y su familia, le conseguiré un buen trabajo. ¿Qué le parece?
No tengo nada que pueda interesarle, señor, lo lamento. Quizá se ha confundido de persona. Además, no me interesa convertirme en un lechuguino acomodado del segundo anillo —respondió en tono pausado. Tanto su hablar como sus gestos mostraban a un hombre flemático, en contradicción con sus ojos nerviosos—. Prefiero ser cabeza de ratón que cola de león.
¿No desea disponer de electricidad, de televisor, de agua corriente? ¿Renuncia a las comodidades del segundo anillo?
Sí, las deseo, pero no solo para mí, sino para toda la gente del tercer anillo.
Vamos, eso nunca sucederá. Es usted un idealista.
No. Soy un hombre honesto.
¿Insinúa que yo no lo soy? Está bien. Sabía que esto iba a resultar difícil. Espero que no tenga prisa. —Aguantó la gélida mirada que lo taladraba y continuó hablando—: Voy a serle franco. Conozco su secreto, o mejor dicho sus secretos. Si hubiera querido perjudicarlo, ya tendría en la chepa a la policía imperial. Solo necesito tener acceso a los libros.
El hombretón se levantó como impulsado por un resorte.
¿No me estará amenazando? —rugió.
En absoluto. Solo espero conseguir su confianza.
El hombre soltó una risotada nerviosa.
¿Confiar en un noble, en alguien que nos considera meros esclavos sin ningún derecho, que puede enviarnos al paredón con solo chasquear un dedo? ¿De qué diablos está usted hablando?
Comprendo que no quiera confiar en mí a ciegas. Sin embargo, creo que puede entender que no me interesa —por propio egoísmo— traicionarlo. Si lo denunciara, ¿cómo podría acceder a los libros? Tengo entendido que posee una enorme biblioteca. Necesitaré mucho tiempo hasta encontrar toda la información que necesito.
Claro, por supuesto. Siempre que sea verdad que tiene algún interés en esos supuestos libros viejos.
Eso no tengo manera de demostrarlo. En cualquier caso, tanto si los veo como si no, sé que usted los tiene, pero no podría probarlo ante un tribunal, ya que no sería capaz de encontrar su biblioteca en este laberinto. —El noble colocó su bastón sobre los muslos—. Tampoco sus huertos, por supuesto.
¡Ja! ¡Un tribunal! Como si existiera la justicia para la plebe del tercer anillo. —La cara del hombretón había adquirido una tonalidad púrpura—. Como ya le he dicho, no tengo nada que ofrecerle. Le han dado información falsa. Mi ayudante lo acompañará de vuelta.
El noble resopló. Quizá se había precipitado al mencionar las plantaciones, así que no tenía más remedio que sacarse nuevos ases de la manga si quería doblegarlo.
Me parece que no me serviría de nada amenazarlo, aunque tiene mucho que perder. Veo que es usted una persona con muchas aldabas, y no me refiero a la de la puerta, claro. —Se rió—. Viste camisas de lino, le permiten tener una ostentosa puerta de roble macizo, tiene un ayudante que actúa de mayordomo… —Se calló unos segundos—. Es usted un privilegiado entre la miseria del tercer anillo.
Todo lo que tengo me lo he ganado con mi esfuerzo. ¿Adónde quiere ir a parar?
Le repito que no pretendo amenazarlo, no es mi estilo. Aparte de dinero e influencias, le ofrezco mi protección en caso de que algún día su suerte se tuerza; o si tiene la mala fortuna de que Jaime de Torquemada se fije en usted. Ya sabe que realiza alguna redada en busca de herejes a los que ajusticiar de vez en cuando. Y también que suele elegir a las familias más prósperas del tercer anillo.
Usted sigue sin entender que no puedo fiarme de vagas promesas. Una vez haya conseguido lo que busca, me abandonará a mi destino.
Verá. Tengo un interés personal en protegerlo a usted y a su familia.. En especial a su hija. —El hombretón se envaró—. O debería decir, mejor dicho, a mi hija.
¡Por Set! ¡Es usted un hijo de puta! —El rostro del hombre había pasado del púrpura al morado—. No creía que fuera capaz de mencionarla.
El noble introdujo su mano en el interior de la túnica y extrajo una hoja enrollada, que le tendió al hombretón.
Usted lo ha sabido desde el mismo momento en que nació sin el lóbulo de su oreja derecha, el estigma de la casa Gutenberg. ¿Verdad? Como prueba de buena voluntad, le ofrezco una confesión firmada, de mi puño y letra, con el sello de la casa. Ahora estamos en tablas: yo conozco su secreto y usted tiene una prueba del mío. No nos podemos agredir sin traicionarnos a nosotros mismos.
El hombretón cabeceó, disgustado.
Estoy harto de que los nobles nos manejen a su antojo como al ganado —dijo encolerizado. Por primera vez se le notaba nervioso—. Tenemos que trabajar para obtener las materias primas y transportarlas en viajes agotadores a través del desierto, hemos de realizar los trabajos más duros, soportar que nos arrebaten a nuestras mujeres para servir en palacio y que, al mismo tiempo, las utilicen de concubinas. —Se volvió a sentar en el tocón y le amenazó con el dedo índice—. Usted, señor Gutenberg, deshonró a mi mujer. Supongo que ustedes no son capaces de entender la terrible vergüenza que supone para las mujeres regresar al tercer anillo después de ser obligadas a servir en palacio. ¡Al fin y al cabo, no somos más que animales de carga para la nobleza!
Lo crea o no, me haría mucho daño que se hiciera pública esta noticia, ya que afectaría mucho a mi familia y mi posición social. Los nobles somos muy hipócritas. A nadie le importa que tengamos concubinas e hijos bastardos mientras se mantenga en secreto, aunque todos cuchicheen sobre las vergüenzas ajenas a la hora del café. Pero si la información sale a la luz…
¡Qué lástima! Creía que los nobles eran felices —ironizó—. ¿Me cree un tonto? Aunque fuera verdad lo que dice, sabe que no podría usar esa arma de ninguna forma. Perdería mi posición social, todo lo que hemos logrado con el duro trabajo de varias generaciones. A pesar de que gozo de una buena reputación entre la gente —pues ocupo un lugar relevante en el engranaje económico oculto del tercer anillo, gracias al cual muchas familias no pasan necesidades—, no creo que me pudiera recuperar de un golpe así. Me ha costado un gran esfuerzo acallar los rumores todos estos años.
Vamos a imaginarnos que yo lo traiciono. Usted y su familia serían arrestados y ajusticiados. ¿Qué importancia tendría su posición social entonces? Usted me denunciaría y yo saldría perjudicado. Como puede comprender, eso no me interesa.
El hombre frunció el ceño, pero no dijo nada. El noble sintió que ganaba terreno. Solo faltaba achucharlo un poco más.
Hace tiempo que dejé de ser un jovenzuelo engreído e inocente que se creía a pies juntillas las mentiras de nuestro emperador. Todo cambió cuando inventé el papeluretano. Me creí un genio que tenía el Imperio a mis pies, creí que me rendirían pleitesía, que me aplaudirían a mi paso. ¡Pobre iluso! ¡Cómo me hicieron abrir los ojos!
El noble se levantó. Comenzó a dar vueltas por la cueva, apoyándose en su bastón. De repente, le pareció que alguien se movía entre las oscuras gradas. Escudriñó infructuosamente las sombras durante unos segundos y continuó hablando.
Si no estoy equivocado, en esa biblioteca que usted posee hay mucha información sobre nuestro pasado. —Hizo una pausa—. ¿Sabe a qué me refiero? —El hombre negó con la cabeza—. ¿Sabe usted leer?
Sí, por supuesto —respondió, ofendido.
¿Ha leído alguno de esos libros?
No, señor Gutenberg. No tengo tiempo de ser un diletante —replicó con voz cansina. Había recobrado por completo su flema de hombre cachazudo.
Creo que ahí se encuentra la verdad sobre el Período Oscuro, la clave para destapar las mentiras de nuestro emperador.
El hombre se rascó la calva sin apenas inmutarse.
Quiero que entienda que ya no le tengo simpatía al régimen, que ya no formo parte de él aunque sea un noble, y que por eso no debe temer nada de mí. Solo me mueve el rencor y el ánimo de venganza contra aquéllos que hundieron mi vida. ¿Lo comprende? Aunque por motivos bien distintos, tenemos objetivos comunes.
Soy un hombre de negocios. Dígame cuál es su oferta.
El noble sonrió por primera vez.
Veo que no tiene interés en la biblioteca para su uso personal, así que le ofrezco comprársela por cien mil imperios. Aparte, por supuesto, de todas las influencias y mi protección para que pueda seguir disfrutando de sus negocios. ¿Qué le parece?
El hombretón soltó una estentórea carcajada que reverberó en la gruta durante bastantes segundos.
¿Está usted loco? No está en venta a ningún precio, a ninguno.
La verdad, no le entiendo. Mi oferta es muy generosa, y a usted esta biblioteca no solo no le sirve de nada, sino que le causa muchos riesgos y preocupaciones.
Señor Gutenberg, mi honor y la memoria de mis antepasados están por encima de cualquier transacción comercial. Mi bisabuelo era un porteador de piedras, pobre hasta la médula, y se dejaba la piel en las largas travesías por el desierto. Él custodió esta biblioteca en su casa, una decrépita chabola de adobe, durante toda su vida. El legado pasó a mi abuelo, quien se convirtió en mercader de piedras y materiales de construcción. Él comenzó a perforar túneles bajo su vivienda, con los que logró descubrir la gruta en la que nos encontramos. Gracias a los materiales que conseguía esconder del control de los nobles, fue capaz de acondicionarlos y crear esta maravilla que ve usted. —Su voz rebosaba orgullo—. ¿Lo entiende? Él invirtió su capital, su esfuerzo y su salud en la construcción de estas galerías para proteger la biblioteca. ¿Acaso me cree capaz de mancillar la memoria de mi abuelo? Los Robespierre hemos jurado custodiar la biblioteca y defenderla aunque nos cueste la vida.
Ya. No sabe para qué, pero debe cumplir con la tradición familiar. Enternecedor, pero inútil.
En la penumbra de las gradas, una figura se movió. El noble la pudo ver ahora con claridad. A medida que emergía de las sombras, la silueta de una mujer madura fue cobrando forma en la retina del noble. A pesar del tiempo transcurrido, y de que gran parte de su belleza se había marchitado, no pudo evitar mirarla con voluptuosidad, verse inundado por sentimientos ya olvidados; volver a sentir, en definitiva, un pulso vital que creía desterrado de su vida para siempre.
Sobre el corpiño llevaba puesta una ceñida blusa azul celeste que moldeaba sus generosos pechos y sus amplias caderas. Cubría sus piernas con una falda plisada de algodón que le llegaba hasta los tobillos, escondidos tras unas botas marrones de piel de camello. Cuando ella se acercó, el noble vio que las patas de gallo decoraban sus ojos castaños. Su retina se inundó de nuevo con la imagen ya olvidada de su nariz pequeña y afilada, las mejillas enjutas, los labios siempre pintados de rojo carmesí, el mentón redondeado o el cabello rizado de color caoba, que antaño caía en cascada sobre sus hombros, pero que ahora apenas tapaba su cuello.
Se acercó al noble cojeando ostensiblemente y le propinó una sonora bofetada.
Hola, Jean —dijo—. No creí que nos volveríamos a encontrar. ¿Has decidido salir de tu torre de marfil?
Te has conservado muy bien y muy bella durante estos años —acertó a decir.
¿Es un cumplido? Tú, en cambio, estás hecho un asco, a pesar de vivir en palacio.
El hombretón carraspeó y dijo:
Con su permiso, yo he de retirarme. Puede continuar negociando con Katia.
Acto seguido, se dirigió dando grandes zancadas hacia la salida y abandonó la gruta.
Esta transacción te va a salir muy cara, Jean.
Jean Gutenberg, boquiabierto, se preguntaba en qué momento el dulce corderito complaciente se había convertido en un león fiero. Tampoco podía creer que su pétrea coraza de amargura, tejida durante años, se estuviera deshaciendo en segundos bajo el calor de una dama entrada en años.
¿Ha sido él quien te ha dado la información? —El noble asintió—. Lo suponía. Sentémonos y hablemos.

**

Una semana antes de su visita al Pasadizo, Jean Gutenberg miraba por la ventana de la Torre del Norte, que irónicamente estaba orientada hacia el sur, preguntándose qué diablos querría aquel molesto visitante. De ser cualquier otro, ni siquiera le habría dejado traspasar el umbral. Sin embargo, como bien sabía, era difícil librarse de ese moscón.
Se irguió sobre el alféizar, apoyándose sobre los codos para asomarse y así poder ver cómo trepaba el brote de hiedra por la fachada. El tallo principal, que ya se había ramificado, medía varios centímetros. “Estupendo”, se dijo sonriendo.
El timbre del servicio le sacó de sus ensoñaciones. Recompuso con celeridad los músculos de su cara hasta que ésta se impregnó de su habitual amargura. Se acercó a la puerta, descorrió los pesados cerrojos y dejó pasar a la criada, que, con sus pasos cortos, llevó la bandeja con el desayuno hasta la sólida mesa de papeluretano y se retiró con una ligera genuflexión.
El sabroso aroma que ascendía de la bandeja había excitado sus glándulas olfativas, abriéndole el apetito. Al levantar la tapa no se encontró con ninguna sorpresa: tres salchichas de pollo envueltas en una nube de pimienta roja, un humeante vaso de leche de camella, cinco dátiles, una taza de té verde muy azucarado, pan de pita, queso fresco y yogur.
Sobreponiéndose a su fuerte dolor de garganta, engulló el desayuno en apenas diez minutos, se recostó en su sillón de orejas y se dispuso, tras arremangarse la camisa, a esperar a maese Enrique, su médico personal.
El doctor, como era su costumbre, entró de manera tan sigilosa que Jean no notó su presencia hasta que éste se encontraba ya a su lado, con la jeringa preparada para inocularle el antibiótico.
¿Cómo se encuentra? —graznó con su voz áspera mientras terminaba de poner la inyección.
La garganta me arde como en la boca del infierno. ¿Cuándo me van a hacer efecto tus pócimas?
Maese Enrique, sin inmutarse, depositó la aguja y la jeringa en la bolsa de desperdicios. Se peinó la cresta blanquecina que brotaba por encima de su frente en el pedregal de su calva.
¿Qué noticias me traes? ¿Qué dicen las malas lenguas del primer anillo?
Ayer estuve de visita entre los banqueros. Ahora le han apodado a usted el Vampiro. Corren rumores a lo largo y ancho de los tres anillos de que nadie le ve a la luz del sol. Sus largas ausencias de palacio alimentan todo tipo de alocadas especulaciones. Mucha gente crédula se las cree al pie de la letra.
¡Bah! ¡Allá ellos! Pero me gustaba más el Amargo.
La noticia sobre la hiedra que crece en libertad en la fachada ha corrido como la pólvora. Ya ha llegado a Imperburgo.
¡Fantástico!
Tenga cuidado, señor. El gran jefe kraken está ganando posiciones. Y pretende terminar con la impunidad de los nobles. Ya sabe que sus tentáculos son muy largos.
No temo a ese carnicero. Ven, ayúdame a vestirme.
Jean Gutenberg dejó caer la camisa de lino sobre sus hombros. Se puso una holgada túnica drapeada, ciñéndola con un cinturón de cuero, y se calzó unas botas altas de piel de camello. Por último, se ajustó al cuello la capa amarilla adornada con el escudo de la casa, una oreja sin lóbulo rodeada de dunas.
Además —carraspeó el médico—, traigo un mensaje de la Torre del Sur, de su señora esposa. Amenaza con anular el encuentro del próximo martes si no destruye esa planta.
No puede hacer eso. El contrato matrimonial lo dice bien claro.
Sí, ejem, pero hay una cláusula que permite eludir los deberes conyugales en caso de que la otra parte infrinja una de las veinte leyes esenciales del Código de la Hermandad Dorada.
Dile que no renunciaré a la planta —contestó furioso—. ¿Tienes alguna noticia más que darme antes de que reciba a ese zascandil de agente imperial?
Supongo que ya habrá escuchado las noticias sobre la lluvia de hojas en Estrasburgo, señor.
No. Hace días que no veo la caja tonta. ¿Así que hay una nueva inundación? —preguntó riéndose.
Sí. Los barrenderos estaban desbordados y decidieron bombardear la ciudad.
Jean se irguió al tiempo que maldecía entre dientes.
¡Estúpidos! Pobre gente. Además, no les sirvió de nada. ¿Me equivoco?
No, señor. La lluvia de hojas sepultó las cenizas de los edificios derruidos. —Maese Enrique carraspeó—. Parte de los refugiados van a ser asentados en el tercer anillo de Gutenburgo. —Jean lo miró inquisitivamente—. Y van a necesitar ayuda médica.
Escucha. Ya estás corriendo un riesgo altísimo atendiendo a ese chico…
Yosef.
Sí, Yosef. Por cierto, ¿cómo está?
Tuvo una fuerte recaída la semana pasada por culpa de una tormenta de arena, que le dejó casi sin respiración. Ahora se encuentra algo mejor.
No puedes atender a arborícolas. Estás acusado de herejía y te inhabilitaron para la profesión. He conseguido que puedas seguir trabajando en palacio y en el primer anillo, pero si te detienen en el tercer anillo, no podré ayudarte.
Señor —graznó el médico—, si me lo permite, de tal palo tal astilla. Usted desafía a la autoridad y yo hago lo mismo.
¡Bah! Está bien, haz lo que desees. Ahora déjame solo. El agente imperial Synórix debe de estar a punto de llegar.
Maese Enrique se inclinó en una ligera genuflexión y se dirigió hacia la puerta con su paso lento y silencioso.
Maese —le llamó el noble antes de que saliera—, ¿sabe usted quién inventó el televisor, cuándo se inventó, dónde?
No, señor. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Fue alguien importante?
No lo sé, maese. Ni yo ni nadie, me parece. Ése es el problema.

**

El agente imperial Synórix sonreía. No era una sonrisa franca, ni era cortés, ni cínica. Quizá burlona, pero tampoco sería un adjetivo adecuado, en realidad. Era en cualquier caso una sonrisa desagradable, un signo inequívoco de sus aviesas intenciones.
Jean Gutenberg no necesitaba ver su sonrisa de hiena para intuir qué podía esperar de su visita, ya que, para su desgracia, muchos años atrás había sufrido en sus carnes su traición, una felonía que había marcado su vida.
La sala de reuniones era una inmensa estancia situada en la Torre del Norte, justo debajo del dormitorio del noble. A lo largo de las seis paredes del aposento hexagonal varias estatuas de los antepasados de Gutenberg, esculpidas en piedra granítica, observaban a los presentes. Las inmensas figuras de más de dos metros de altura, cuyos lóbulos de la oreja derecha habían sido extirpados, tenían una mirada adusta y seria. Sobre la cabeza de su padre colgaba una placa conmemorativa concedida por la ciudad de Imperburgo al inventor del papeluretano. En el centro del techo colgaba el blasón de la casa Gutenberg: la oreja sin lóbulo rodeada de dunas.
Synórix llevaba puesta la capa negra decorada con el blasón del Imperio; el zopilote con las alas extendidas apoyado sobre dos dunas, que le distinguía como agente imperial. Tras desabrochar el cierre de la capa, se la quitó y la colgó en el perchero, dejando al descubierto su inmaculado traje imperial de color pardo. Sus hombros estaban adornados con cinco zopilotes alados, la máxima condecoración posible para un agente imperial. La elegancia de su atuendo contrastaba con sus modales, algo toscos, y su cara llena de granos, que parecía picada de viruela. De mediana estatura, era recio y fornido, ancho de caderas, cuellilargo, de tez clara y mirada dura.
Veo que no te alegras de verme, Jean —dijo el agente con voz grave.
¿Puedo esperar buenas noticias de su visita, agente?
No, a decir verdad, aunque todo depende del punto de vista, como comprenderás ahora. Pero llámame Alan, por favor. Podemos tutearnos, somos viejos conocidos.
Para mi desgracia”, pensó el noble, quien permaneció callado y con el gesto serio.
Como ya hemos roto el hielo, vayamos al grano. —Alan Synórix tomó un trago de la copa que tenía delante—. Buen caipirícola, sí señor. Tendrás que enviarme una caja. A los plebeyos nos cuesta acceder a estos manjares. Dime, Jean, ¿has oído hablar de la Hermandad de la Luna Oculta?
No. ¿Es una secta del segundo anillo?
Estás muy desorientado. Deberías salir más a menudo de tu torre de marfil. Supongo que sí conoces el Códice Ruiburgo.
¡Bah! Es solo una leyenda.
Una leyenda que bien pudiera ser cierta. Y tengo varias pistas importantes que pueden conducirnos hasta él.
¿Conducirnos? Estás de guasa, ¿no? No tengo ningún interés en ese códice.
Eso no me incumbe. Tengo una propuesta que hacerte, y la vas a aceptar por las buenas o por las malas. —El agente mostró su sonrisa de hiena al tiempo que apuraba su copa—. Buena bebida. Fantástica. La cuestión es que el conocimiento sobre genética que permitió crear los estigmas de los nobles se perdió en la noche de los tiempos. Éstos, una vez asentados sus estigmas, destruyeron todos los libros y laboratorios, ajusticiando a los genetistas. Así consiguieron perpetuar su poder.
»Sin embargo…
—…la extinta casa Ruiz salvó un códice que guardó en un lugar secreto. Me sé la leyenda, no me aburras.
Sí, salvaron un códice, y muchos, muchos libros. En aquellos tiempos tumultuosos, las casas se aliaron contra los Ruiz, que, a pesar de todo, resistieron enconadamente hasta ser aniquilados. La ciudad de Ruiburgo fue asolada por completo. En esos libros se esconde gran parte de la verdad sobre el Período Oscuro, algo que te interesa bastante. ¿No es así? ¿Acaso no deseas tener pruebas de cómo se forjó la sociedad de la Nobleza Amarilla? ¿Acaso no quieres vengarte de aquéllos que te arrinconaron y arruinaron tu prometedora vida?
Los libros fueron destruidos. Y ni siquiera sé si ese códice existió en realidad. —Jean Gutenberg apuró también su copa de caipirícola—. En una cosa tienes razón: quiero vengarme. ¿Sabes de quién en especial?
Synórix curvó sus labios, sonriente.
Tú sabes que gran parte de ellos fueron salvados a través de la galería de túneles subterráneos de Ruiburgo. De hecho, un departamento entero de barrenderos se dedica a tiempo completo a buscarlos por todo el Imperio. ¿Y no es acaso cierto que tú posees uno de los libros? Aunque, por supuesto, no lo guardas en palacio. Y, claro, no has tenido a bien comunicárselo a don Jaime.
»La impunidad de la nobleza con respecto a comportamientos ilícitos tiene plazo de caducidad. El gran jefe kraken está tomando posiciones cada vez más cercanas al emperador, por lo que es probable que ocupe el puesto de consejero en breve. Ya sabes que hace tiempo que intenta imponer restricciones más fuertes entre la nobleza, terminar con su libertad en la tenencia de árboles, plantas y libros prohibidos. Pretende establecer una censura general, no tan severa como entre la plebe, pero bastante seria.
»¡Ah! Por cierto. ¿Crees que esa hiedra de tu fachada es legal?
Rata, dime de una vez lo que quieres de mí —rugió el noble sin poder contener su ira.
Calma, Jean —dijo el agente con voz susurrante al tiempo que posaba el brazo sobre el hombro del noble—. Creo que podemos entendernos sin malas palabras.
»Verás. He descubierto dónde se encuentra una buena parte de la biblioteca. La esconde una familia adinerada del tercer anillo. ¿Has oído hablar de los Robespierre? —El rostro del noble adquirió de pronto una tonalidad cerúlea—. Veo que sí. Mi propuesta es la siguiente: tú accederás a esa biblioteca y buscarás información sobre la Hermandad de la Luna Oculta y el Códice Ruiburgo. A cambio, podrás quedarte con los libros si lo deseas, obtendrás la verdad que buscas sobre el Período Oscuro. Una vez que tenga lo que necesito, te dejaré en paz para siempre.
El agente le tendió la mano.
Ni hablar. ¿Por qué no lo buscas tú mismo?
Jean, tú eres el genio. Para ti será pan comido hacerlo, mientras que yo me perdería entre los manuscritos.
Ése no es mi problema, Alan.
¡Oh! Sí lo es, créeme. Ambos somos víctimas de esta sociedad; ambos hemos sido vilipendiados, y ambos necesitamos restituir nuestro honor. ¿Sabes que soy un hijo bastardo de una noble? Y uno de la peor ralea, ya que mi padre, que Set lo castigue, era un arborícola. Por supuesto, yo no heredé el estigma de mi madre, pues las mujeres solo lo transmiten a sus hijos en un uno por ciento de los casos. Pero, aunque no tenga el estigma, por mis venas fluye sangre noble. En cuanto obtenga lo que busco, podré crear mi propio estigma, tendré mi propia ciudad, mi palacio.
¡Insensato! ¿Acaso crees que te permitirán hacerlo?
Por supuesto, tendremos que chantajear al emperador. Si no accede a mis deseos, diseminaré el secreto por todo el Imperio.
¿Tendremos? No cuentes conmigo para semejante locura.
Piénsalo bien. Tendrás el lugar que te corresponde en Imperburgo. Te permitirán volver a inventar, a ser un creador.
Ya es tarde para eso. Si obtengo la verdad sobre el Período Oscuro, la haré pública y conseguiré que el Imperio se tambalee.
En ese caso, me tendrás enfrente, te lo aseguro. Hasta que llegue ese momento, podemos colaborar como buenos amigos.
Mi respuesta es no.
Synórix se acercó a la estatua del padre de Jean Gutenberg y rozó con las yemas de los dedos la oreja con el lóbulo cercenado.
Es difícil no fijarse en este estigma, ¿verdad? Por eso, cuando vi por vez primera a la hija de ese jefecillo mafioso de Robespierre, quedé algo impresionado. Es muy guapa, sí, pero yo solo tenía ojos para su oreja.
El noble se dejó caer sobre el sofá de piel de zorro.
Vamos, Alan. Muchas madres han cortado el lóbulo a sus hijas con la esperanza de chantajearme. Ella no es mi hija.
Tengo una muestra de su ADN, y lo he contrastado con el tuyo, amigo mío. Solo tengo que apretar un botón para que esa información quede registrada en la base de datos de bastardos del sumo sacerdote. —Jean Gutenberg permaneció en silencio, con los dientes apretados—. Veo que todavía dudas. Como bien sabes, nuestro amigo Robespierre controla buena parte del comercio ilegal del tercer anillo. Él es uno de los grandes capos. Eso, quizá, no sea de suficiente interés para don Jaime, pero según mis fuentes Robespierre está cometiendo un pecado algo más gordo: posee cultivos subterráneos con los que abastece de comida a la gente.
¡Que Set te lleve, bastardo!
La sonrisa de hiena del agente se agrandó.
Calma, Jean, no te dejes dominar por la ira. Si no colaboras conmigo, Robespierre y su mujercita serán ajusticiados por herejía, mientras que tu hija bastarda quizá sea reclutada por Jaime de Torquemada para formar parte de su guardia personal de sacerdotisas. Ya sabes lo que eso significa.
El noble dejó caer los brazos.
No tengo elección.
No, no la tienes.
¿Cuándo te vas a cansar de tus chantajes, Alan?
Ya estoy cansado, te lo aseguro, harto —contestó el agente—. Deseo dejar de hacerlo con toda mi alma. ¿Acaso crees que disfruto con ellos? Por dentro sufro al hacerlo, vivo atormentado.
Gutenberg se sorprendió de que Synórix no empleara su habitual mordacidad.
¿Y por qué no lo haces?
No puedo; no todavía, no hasta que consiga restablecer mis derechos nobiliarios. Después podré descansar y dedicarme a la vida placentera. Hace tiempo que empleo la falta de escrúpulos y mi coraza de cinismo solo con aquéllos que se entrecruzan en mi camino o en mis tareas como agente imperial. Ya no soy un lobo solitario. En mi vida cotidiana soy alguien bastante normal, afable con mis amigos, galante con las mujeres, fiel a mi familia.
No, si ahora va a resultar que eres un altruista —ironizó Gutenberg—. ¿Acaso no llevas años sin hablarte con tu madre y tus hermanastros?
Antes de decir nada, deberías informarte bien. Hace tiempo que perdoné a mi madre. Mis hermanastros han tenido más suerte que yo, pero no tienen la culpa de mi desgracia. Desde hace un tiempo somos uña y carne.
¿Ahora te da por confesarte? ¿Y a uno de tus enemigos?
No te considero mi enemigo. Nunca he tenido nada personal contra ti. Solo te utilicé para poder medrar en el escalafón. Tuviste mala suerte.
Sí, me arruinaste la vida —dijo el noble con amargura.
Siendo justos, tú mismo te la arruinaste. Habrías tenido idéntico destino sin mí.
Quizá tengas razón. Pero no por ello te voy a perdonar.
Ni yo lo esperaba.

**

Katia se paseaba con indolencia bajo la titilante luz de las antorchas, disfrutando de su momento de gloria y su situación de superioridad. Jean Gutenberg, mientras, esperaba con paciencia la oferta sin poder quitar los ojos de su antigua amante.
Bien, Jean —dijo al fin, volviéndose hacia él—, ahora todo depende de cuánto estás dispuesto a pagar; y no me refiero a dinero. En primer lugar, deseo volver a palacio. —El noble se removió en su asiento de piedra. Katia se rió—. No te hagas ilusiones. A mí ya no me tendrás jamás. —Ella se acercó al noble y le puso las manos sobre los hombros—: Jean, has de nombrarme suma sacerdotisa de palacio.
¿Estás en tus cabales? —respondió el noble, quien se habría caído de su asiento si Katia no lo estuviera sujetando los hombros—. Tú no tienes formación religiosa, y la sacerdotisa actual lleva ocupando el puesto más de veinte años. Además, tu pasado…
No menciones mi pasado —se enfadó Katia—, y menos como si fuera algo ignominioso. Yo deseaba seguir en palacio, era feliz allí, y habría seguido siéndolo si tú no me hubieras expulsado. ¿Acaso no sienten envidia todas esas cotillas que cuchichean a mis espaldas? Aunque, claro, la esconden bajo una pátina de compasión. No tengo más remedio que fingir sentirme agraviada, pero, en realidad, mi amargura es solo tristeza por haber regresado al tercer anillo. Yo no soy como mi marido, prefiero ser cola de león en palacio que cabeza de ratón en el tercer anillo.
»Una vez me engañaste, me hiciste creer que te casarías conmigo, y fui tan inocente como para creer en un absurdo cuento de hadas. Ahora vuelvo a tener la oportunidad de regresar a palacio por la puerta grande, y no la voy a desaprovechar. Dime, Jean, ¿por qué lo hiciste? ¿Te cansaste de mí? Llevo muchos años esperando alguna respuesta.
No tuve más remedio. Los matrimonios con plebeyas…
No me mientas. Solo las mujeres nobles están obligadas a casarse con nobles para que sus hijos hereden el estigma, ya que solo lo transmiten en un uno por ciento de los casos. Sin embargo, en los varones el porcentaje es del noventa y cinco por ciento.
El noble se envaró.
Todo cambió cuando inventé el papeluretano y me convertí en un personaje público. Me vi obligado a contraer un matrimonio de conveniencia para tener una vida familiar ejemplar. Y tú te quedaste embarazada. El estigma habría estado a la vista de todo el mundo.
Mientes muy mal. Conozco muy bien ese tono de voz débil e inseguro, que mi cerebro detecta como un polígrafo el cambio de flujo de corriente. ¿Acaso no me podías haber acusado de extirpar el lóbulo a mi hija, como ya han hecho tantas otras?
»Me gustabas como eras antes: pedante, superficial, engreído, divertido. Ahora eres un amargado, trascendental e insufrible, y encima un mentiroso. Pero aquel maldito juicio lo cambió todo.
De repente, la mente del noble voló a otra época, veinticinco años atrás.

**

Se vio a sí mismo joven, saludable, sonriente, henchido de orgullo mientras dirigía un discurso desde la tribuna de oradores a los parlamentarios del Dunidrín que lo observaban. Su pelo era negro y largo, recogido en una coleta que manaba formando riachuelos sobre su inmaculada capa amarilla. La oreja sin lóbulo, así como las dunas que la rodeaban, refulgían a la luz de los focos.
A su lado se encontraba el joven emperador, que entonces era casi un niño imberbe, con la mano descansando sobre su hombro. Cuando terminó su discurso, tenía la boca seca, casi no podía respirar de la emoción. Era un héroe, era famoso, era el inventor del papeluretano, un material ignífugo, elástico, flexible, terso, impermeable, duro y resistente, que serviría de sustituto al papel, la madera o el cartón. Tenía el mundo a sus pies, tuteaba al mismísimo emperador; un prometedor futuro en el que tendría todo lo que deseara le esperaba.
Augusto III acalló con un gesto de sus manos ensortijadas los últimos ecos de los aplausos. Vestía el atuendo oficial de los actos solemnes: chaqueta y pantalón de terciopelo verde oscuro, la capa negra decorada con el blasón del Imperio y la corona dorada en forma de duna. Tras arrebatarle el micrófono a Jean Gutenberg, dijo:
¡Que Set bendiga a nuestro héroe y nos bendiga a todos!
¡Que Set nos bendiga! —cantaron a coro los presentes.
Estimados nobles: tengo dos noticias que anunciar. En primer lugar, he decidido conceder a Jean un lugar en el anillo cero de Imperburgo, el anillo noble, donde podrá seguir inventando lo que le plazca para el progreso de nuestro pueblo.
Jean Gutenberg se vio a sí mismo a punto de reventar de orgullo y felicidad. ¡El anillo noble de Imperburgo, la única ciudad con cuatro anillos, el lugar soñado por todos los nobles, donde tendría el privilegio de vivir a la vera del emperador!
En segundo lugar, gracias a nuestro gran inventor, tengo la gran alegría de anunciar la destrucción inmediata de todos los bosques de crecimiento rápido que en la actualidad, y por desgracia, florecen en las inmediaciones de nuestras ciudades. Eran un mal necesario, pero ahora el papeluretano permitirá eliminarlos para siempre. Nunca hemos de olvidar la máxima de mi abuelo, el gran Augusto I: un árbol menos es un enemigo menos.
Los vítores reverberaron durante varios minutos en las paredes del Dunidrín, clavándose como puñales en la mente del joven inventor.
Quizá el ingenio de nuestro joven amigo nos permita erradicar todos los cultivos en un futuro próximo.
El auditorio estalló en un mar de risas. Mientras tanto, el rostro de Jean Gutenberg se había tornado pálido, a duras penas podía mantener la ahora falaz sonrisa. De repente, la luz se había vuelto oscuridad, la alegría tristeza, la ilusión desesperanza, el orgullo rabia contenida que amenazaba con echarlo todo a perder.
La escena se evaporó y sus recuerdos volaron de nuevo al pasado.
Llovía. El agua repiqueteaba con intensidad sobre el tejado de un viejo cobertizo de madera de una planta, que se encontraba en un claro del espeso bosque de Gutenburgo. El joven noble, inquieto, miraba por la ventana del cobertizo mientras tamborileaba con su dedo en el alféizar. Un fuerte viento azotaba los postigos y empujaba las gotas de lluvia contra el cristal. Un nuevo relámpago iluminó los árboles, sumidos en la penumbra bajo el cielo encapotado y grisáceo.
Jean Gutenberg se irguió, sobresaltado, ya que, durante una breve fracción de segundo, había visto moverse a una persona encorvada bajo la cortina de agua. Alguien lo espiaba. Hacía tiempo que lo sospechaba, pero ahora tenía una prueba palpable. Escudriñó las sombras por espacio de media hora sin obtener ningún resultado, pues estaba demasiado oscuro para ver nada entre la espesura.
Mientras sopesaba los riesgos de salir del cobertizo, el tintineo de una campana le hizo olvidar al intruso. Tras cerrar la cortina de la ventana, agarró el asa del candil de aceite, que iluminaba débilmente la sala y le proporcionaba al noble algo de calor en la húmeda y algo fría casucha. Se acercó con pasos lentos y sigilosos a la pared que daba al norte, donde abrió una puerta desvencijada con el corazón palpitante a punto de salírsele del pecho. Sentía a un tiempo la emoción que precede un gran descubrimiento, el miedo al posible fracaso, los nervios del novato ante su primera vez.
Levantó el candil sobre la mesa y contempló su obra antes de pasar el dedo índice por la lámina para comprobar que se había secado. La agarró con ambas manos. Emocionado, sintió su textura tersa y suave como la seda. A continuación trató de cortar la lámina con las tijeras, rallarla con una piedra, quemarla con un soplete, hizo de ella una bola que recobró su forma original nada más soltarla, la hundió en un cubo de agua y, a pesar de todo ello, permaneció intacta, sin un rasguño. Al final, tras secarla a la luz del candil, cogió un bolígrafo y escribió: “Esto es papeluretano”. No había notado ninguna diferencia, era igual que escribir en papel corriente y moliente.
¡Eureka!—gritó sin poder contenerse—. ¡Lo tengo, lo tengo!
En ese momento, alguien golpeó con los nudillos en la puerta.
La imagen se esfumó.
Se encontraba de nuevo en una especie de tribuna. Ya no tenía delante decenas de caras sonrientes que lo aclamaban desde los escaños, ni contaba con la glamorosa presencia del emperador en persona, sino que trataba de defenderse de serias acusaciones de herejía ante el Alto Tribunal Imperial. Diez solemnes jueces, cinco hombres y cinco mujeres, ataviados con togas amarillas con gorguera y birretes verdes adornados con una borla, miraban al acusado con gesto adusto y severo. Un individuo joven, de sonrisa cínica, se encontraba sentado en el estrado de testigos.
El presidente del tribunal se dirigió al testigo:
Alan Synórix, ¿jura usted, en nombre de las dunas de Set, decir toda la verdad?
Lo juro.
Bien. Conteste a las preguntas de forma precisa y sucinta. ¿Afirma usted que el acusado ha pasado, durante el último año, grandes cantidades de tiempo en el bosque de crecimiento rápido de Gutenburgo, donde ha llevado a cabo las investigaciones conducentes a la creación del papeluretano?
Así es. En un cobertizo de madera situado en un claro del bosque.
¿Es cierto que recibió la visita de un druida arborícola? —dijo el magistrado, cuya cara rechoncha y arrugada se asemejaba a la de un bulldog.
En efecto. Tenía una larga barba de color verde. El druida le entregó al acusado un frasco que contenía una especie de alga.
¿Es acaso el alga que ha servido de base en la fabricación del papeluretano?
Sí. Tomé prestada una muestra, que ha sido analizada en los laboratorios imperiales.
¿Es cierto que el noble aquí presente lo amenazó con hundirlo en la miseria si abría la boca?
Sí.
¿Tiene algo más que añadir?
Me ha sorprendido la veneración con la que el señor Gutenberg trataba los árboles: los miraba con devoción durante largos ratos, los acariciaba, les hablaba, incluso trepaba por ellos como un mono. No creo que mi padre —que Set lo castigue— amara tanto a los árboles como el acusado.
Un murmullo recorrió la sala al tiempo que el presidente arrugaba su cara de bulldog y blandía el mazo sobre la mesa.
¡Orden, orden! —gritó—. Señor Gutenberg, ha tenido usted la osadía de cuestionar en público y por escrito una decisión de nuestro magnífico emperador, por lo que ha tratado de inmiscuirse en sus competencias exclusivas. Aunque todos le agradecemos ese gran invento suyo, que traerá mucho bienestar a nuestro pueblo, resulta indignante que haya llevado a cabo sus investigaciones en un lugar blasfemo, donde además ha practicado ritos paganos propios de un arborícola, ha realizado una transacción comercial ilegal con un druida y ha coaccionado a un humilde servidor de nuestro Imperio. ¿Tiene algo que alegar antes de que dictemos sentencia?
El noble carraspeó y se irguió delante de la tribuna.
Bien poco puedo alegar, dado que estoy condenado de antemano. El relato de este sujeto está plagado de falsedades y medias verdades. Yo no lo amenacé, sino que fue él quien intentó chantajearme. Nunca he venerado los árboles, ni los he amado, ni he trepado por ellos, pero admito que el bosque de crecimiento rápido es un lugar que me ha proporcionado la paz y tranquilidad que necesitaba para mis experimentos. Al igual que muchos otros que callan por miedo, no entiendo por qué se nos obliga a odiar los árboles. Yo solo he tratado de evitar una destrucción innecesaria.
¡Es suficiente! —El magistrado giró su rostro lleno de pliegues hacia el resto de miembros del tribunal, quienes asintieron quedamente con la cabeza—. Señor Gutenberg, ha cometido usted pecados que costarían la cabeza a un plebeyo. Sin embargo, la ley protege a los nobles, por lo que no podemos condenarlo a lo que con justicia se merece. A pesar de todo, este tribunal está facultado para proteger a nuestra sociedad de sus posibles actos futuros. —Levantó una hoja de papel y leyó la sentencia—: Este tribunal lo condena a abandonar de inmediato y de por vida todas sus investigaciones. Asimismo, no tendrá usted acceso a ningún material relativo a la botánica o la genética. El incumplimiento de esta condena será juzgado como un delito de alta traición al Imperio. ¡Que Set nos guarde a todos!

**

Las imágenes del pasado se esfumaron, y Jean Gutenberg volvió a la realidad.
Los difusos contornos de la cueva, tachonados por las puntas visibles de las estalactitas, volvieron a su retina. Katia lo miraba con expresión burlona, los brazos en jarras.
¿Ya has vuelto?
Verás, Katia. Ese juicio me arrebató lo más valioso de mi vida. Me convertí en un amargado, y no deseaba haceros daño ni a ti ni a nuestra hija durante el resto de nuestra vida.
Katia soltó una carcajada.
Vamos, Jean. No pretenderás que me trague esa estúpida patraña. Es tarde para excusas, ya que jamás te perdonaré. Además, tú siempre has sido un egoísta. Es muy cínico por tu parte decir que me echaste de tu lado, con tu hija aún en mi vientre, para protegerme. Será mejor que continuemos con nuestro acuerdo: ¿aceptas la primera condición?
Pero el puesto de sacerdotisa está ocupado.
Échala, jubílala, ofrécele otro puesto, hay mil soluciones.
Está bien —se resignó el noble—. Enviaré a la sacerdotisa a Imperburgo. Katia Petri será la nueva suma sacerdotisa de Gutenburgo.
Katia dio media vuelta y se dirigió hacia las gradas. El extremo de su falda rozaba el irregular suelo, emitiendo un molesto frufrú. Allí alcanzó una pequeña botella de color verdoso, escanció su contenido en dos copas picudas de cobre dorado y regresó junto al noble, al que le tendió uno de los rebosantes cálices.
Brindemos por el primer punto de nuestro acuerdo con este caipirícola de primera calidad. —La mujer apuró la copa de un trago—. Bendito contrabando. —Depositó la copa vacía en el suelo—. ¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí! Mi segunda condición se refiere al matrimonio de nuestra hija Urraca.
El noble se atragantó de la sorpresa.
¿Matrimonio?
¡Oh, sí! Debes conseguir su alianza con Renée el Bretón.
¿Estás loca? Es el heredero de Renesburgo. ¿Sabes cómo se cotizan las ciudades costeras? Ese hombre tiene más pretendientes que yo pelos en la cabeza.
¡Oh! Si esas pretendientes son tan mustias como esos hilos blanquecinos que cuelgan de tu cuero cabelludo, no serán oposición a nuestra hija.
¿Acaso olvidas que yo soy un paria de la sociedad noble? ¿Y que Urraca es hija ilegítima?
Cuando obtengas el acuerdo, ven a verme. De momento, es todo.
De repente, las luces de los apliques se apagaron. La oscuridad anegó la cueva por completo. Jean Gutenberg volvió a sentir la desagradable presión de una tenaza huesuda que lo arrastró a través de los fríos túneles hacia la salida.