La publicación de la novela Hijos del desierto está en proceso, y con gran probabilidad verá la luz en uno o dos meses a lo sumo.
De momento, os dejo como avance el segundo capítulo.
Capítulo 2:
Un chantaje
Un hombre alto, prematuramente envejecido, con
un pelo lacio y cano retorcido en rizos desmañados, y que ocultaba
su rostro con el embozo de la capa, caminaba con paso renqueante,
apoyándose en su bastón, por un callejón oscuro del tercer anillo.
Nadie habría dicho que esa persona era la de mayor rango de la
ciudad de Gutenburgo. ¿Qué iba a hacer un noble paseándose por el
Pasadizo, el barrio más peligroso de la ciudad? Y, sin embargo, así
era.
En la penumbra del atardecer, caminaba con
temor por la callejuela empedrada, que descendía retorciéndose como
una culebra por la colina de tierra rojiza. El silencio sepulcral
solo se veía turbado por el repiqueteo incesante de su bastón en el
pavés. A ambos lados de la calle apenas se distinguían las siluetas
de las casas de adobe unifamiliares, los grupos de cactus,
arracimados de forma esporádica a su alrededor en una parodia de
jardín, o los abrevaderos semivacíos de los camellos.
Tenía la sensación de que las sombras lo
vigilaban, de que alguien lo perseguía. El miedo agarrotaba sus
músculos.
El repentino aleteo de un
murciélago del desierto lo sobresaltó. Sabía que merodeaban por
los callejones al atardecer en busca del néctar de los cactus, pero
aun así no pudo evitar que un estremecimiento de terror recorriera
su cuerpo. El silencio gélido que envolvía la creciente oscuridad,
apenas borrada por la débil luz de la luna en cuarto creciente, le
helaba la sangre en las venas. Solo, sin escolta, era un blanco fácil
para las hienas de la noche. No obstante, su terquedad no admitía
vuelta atrás. Esperaba que el premio a su osadía le compensara
con
holgura.
Alcanzó el final de la cuesta, exhausto. Ante
él se erguía una casa de adobe de dos plantas, cuya puerta, de
roble macizo, estaba reforzada con remaches de hierro. Sin duda,
había llegado a su destino, pues con absoluta seguridad no
encontraría una puerta igual de lujosa en varios kilómetros a la
redonda.
Levantó la aldaba de bronce en forma de
camello con su mano derecha y golpeó dos veces con fuerza sobre una
cabeza de clavo, algo picada ya por el reiterado uso. Nadie respondió
a su llamada. Medio minuto más tarde volvió a dejar caer el camello
tallado sobre el clavo, esta vez con más suavidad. La pesada puerta
giró sobre sus goznes con un chirrido hasta dejar libre un estrecho
resquicio, por el que se coló el noble como a hurtadillas.
En la casa de enfrente, escondidos, dos ojos lo
observaban a través del visillo traslúcido de la ventana.
El interior de la casa estaba oscuro como la
boca del lobo. El noble se dejó guiar por una mano huesuda que le
oprimía la muñeca con la tenacidad de una cadena de hierro.
Caminaron largo rato por un pasillo recto, o eso le pareció a él,
si bien poco podía fiarse de sus ciegos sentidos en la total
oscuridad reinante. El misterioso anfitrión se detuvo, liberó —para
alivio del visitante— la tenaza del brazo durante unos segundos,
levantó una pesada trampilla situada a ras del suelo y lo arrastró
hacia una empinada escalera descendente. Se oyó un golpe sordo al
cerrarse el portillo sobre sus cabezas.
El noble había perdido por completo cualquier
noción del tiempo y del espacio; tras recorrer una infinidad de
peldaños, no podía recordar cuántas veces habían subido y bajado,
cuántas habían torcido a derecha e izquierda ni cuántas trampillas
habían traspasado. Le temblaban las piernas, que a duras penas lo
sostenían en pie; la intensa humedad del pasadizo se le había
metido hasta los tuétanos, y comenzaba a notar que los pulmones le
ardían.
Por fin su guía se detuvo. Escuchó el susurro
de sus pasos sobre el suelo terroso al alejarse con lentitud.
—Le
deseo una visita productiva —dijo con voz áspera.
Era la primera vez que le hablaba desde su
llegada, tras lo cual cerró una puerta con violencia a su espalda,
provocando un intenso eco que reverberó por las paredes de la gruta
durante un buen rato.
La humedad del ambiente, sazonada por un olor a
moho acre, acídulo, le dificultaba la respiración, por lo que no
conseguía recuperar el aliento tras la larga marcha por los
pasadizos. Se sentía algo estúpido allí parado, de pie, en medio
de la desconocida negrura, irritado por un molesto picor en el
interior de las fosas nasales, el ardor en la garganta y el helor que
fluía por todo el cuerpo.
Una luz que surgió
de improviso
iluminó una silueta humana, difusa al principio, pero que fue
adquiriendo consistencia y nitidez a medida que la llama de la
antorcha prendía en los apliques colgados en la pared rocosa. Como
si de una representación teatral se tratara, los distintos focos se
encendieron de forma gradual hasta dejar a la vista el decorado del
escenario.
Se encontraba en una cueva circular, abovedada,
de cuyo techo colgaban amenazantes estalactitas afiladas. Justo
delante de él había dos tocones de piedra cubiertos por esterillas
de esparto. Al fondo, sumidas en la penumbra, se distinguían
borrosamente unas gradas esculpidas en la roca. Sin duda, se
encontraba en el centro de un escenario.
—Tome
asiento, señor Gutenberg, por favor —dijo el hombre con voz amable
pero desconfiada. Era un hombretón de casi dos metros de altura, con
la piel curtida por el sol, la mirada hosca, el semblante serio.
Llevaba puesta una chilaba de piel de camello que cubría por
completo su camisa blanca de lino y sus pantalones hasta la altura de
las rodillas. Al bajarse la capucha, el noble vio a un hombre casi
calvo (solo conservaba dos ralos semicírculos de pelo blanquecino
alrededor de las orejas), mofletudo, con las espesas cejas fruncidas
y unos ojos negros en un inquietante estado de alerta continua. Le
tendió una chilaba idéntica a la suya—. Póngase esto o se va a
quedar helado. No quiero ser acusado de atentar contra la salud de la
nobleza —dijo en tono irónico. Se sentó en el tocón libre, de
manera que se encontraban frente a frente, tan cerca uno de otro que
el noble podía notar el cálido aliento de su anfitrión.
—Bien,
supongo que se preguntará cuál es el objeto de mi visita, señor
Robespierre. —Su anfitrión miraba al noble a la cara con sus
nerviosos ojos negros—. Comprendo que recele de mí, y que haya
tomado tantas precauciones trayéndome a estas catacumbas. Solo
quiero proponerle un negocio beneficioso para ambos. Usted tiene algo
que yo necesito, algo de un valor incalculable. A cambio, le pagaré
bien, le proporcionaré la ciudadanía en el segundo anillo para
usted y su familia, le conseguiré un buen trabajo. ¿Qué le parece?
—No
tengo nada que pueda interesarle, señor, lo lamento. Quizá se ha
confundido de persona. Además, no me interesa convertirme en un
lechuguino acomodado del segundo anillo —respondió en tono
pausado. Tanto su hablar como sus gestos mostraban a un hombre
flemático, en contradicción con sus ojos nerviosos—. Prefiero ser
cabeza de ratón que cola de león.
—¿No
desea disponer de electricidad, de televisor, de agua corriente?
¿Renuncia a las comodidades del segundo anillo?
—Sí,
las deseo, pero no solo para mí, sino para toda la gente del tercer
anillo.
—Vamos,
eso nunca sucederá. Es usted un idealista.
—No.
Soy un hombre honesto.
—¿Insinúa
que yo no lo soy? Está bien. Sabía que esto iba a resultar difícil.
Espero que no tenga prisa. —Aguantó la gélida mirada que lo
taladraba y continuó hablando—: Voy a serle franco. Conozco su
secreto, o mejor dicho sus secretos. Si hubiera querido perjudicarlo,
ya tendría en la chepa a la policía imperial. Solo necesito tener
acceso a los libros.
El hombretón se levantó como impulsado por un
resorte.
—¿No
me estará amenazando? —rugió.
—En
absoluto. Solo espero conseguir su confianza.
El hombre soltó una risotada nerviosa.
—¿Confiar
en un noble, en alguien que nos considera meros esclavos sin ningún
derecho, que puede enviarnos al paredón con solo chasquear un dedo?
¿De qué diablos está usted hablando?
—Comprendo
que no quiera confiar en mí a ciegas. Sin embargo, creo que puede
entender que no me interesa —por propio egoísmo— traicionarlo.
Si lo denunciara, ¿cómo podría acceder a los libros? Tengo
entendido que posee una enorme biblioteca. Necesitaré mucho tiempo
hasta encontrar toda la información que necesito.
—Claro,
por supuesto. Siempre que sea verdad que tiene algún interés en
esos supuestos libros viejos.
—Eso
no tengo manera de demostrarlo. En cualquier caso, tanto si los veo
como si no, sé que usted los tiene, pero no podría probarlo ante un
tribunal, ya que no sería capaz de encontrar su biblioteca en este
laberinto. —El noble colocó su bastón sobre los muslos—.
Tampoco sus huertos, por supuesto.
—¡Ja!
¡Un tribunal! Como si existiera la justicia para la plebe del tercer
anillo. —La cara del hombretón había adquirido una tonalidad
púrpura—. Como ya le he dicho, no tengo nada que ofrecerle. Le han
dado información falsa. Mi ayudante lo acompañará de vuelta.
El noble resopló. Quizá se había precipitado
al mencionar las plantaciones, así que no tenía más remedio que
sacarse nuevos ases de la manga si quería doblegarlo.
—Me
parece que no me serviría de nada amenazarlo, aunque tiene mucho que
perder. Veo que es usted una persona con muchas aldabas, y no me
refiero a la de la puerta, claro. —Se rió—. Viste camisas de
lino, le permiten tener una ostentosa puerta de roble macizo, tiene
un ayudante que actúa de mayordomo… —Se calló unos segundos—.
Es usted un privilegiado entre la miseria del tercer anillo.
—Todo
lo que tengo me lo he ganado con mi esfuerzo. ¿Adónde quiere ir a
parar?
—Le
repito que no pretendo amenazarlo, no es mi estilo. Aparte de dinero
e influencias, le ofrezco mi protección en caso de que algún día
su suerte se tuerza; o si tiene la mala fortuna de que Jaime de
Torquemada se fije en usted. Ya sabe que realiza alguna redada en
busca de herejes a los que ajusticiar de vez en cuando. Y también
que suele elegir a las familias más prósperas del tercer anillo.
—Usted
sigue sin entender que no puedo fiarme de vagas promesas. Una vez
haya conseguido lo que busca, me abandonará a mi destino.
—Verá.
Tengo un interés personal en protegerlo a usted y a su familia.. En
especial a su hija. —El hombretón se envaró—. O debería decir,
mejor dicho, a mi hija.
—¡Por
Set! ¡Es usted un hijo de puta! —El rostro del hombre había
pasado del púrpura al morado—. No creía que fuera capaz de
mencionarla.
El noble introdujo su mano en el interior de la
túnica y extrajo una hoja enrollada, que le tendió al hombretón.
—Usted
lo ha sabido desde el mismo momento en que nació sin el lóbulo de
su oreja derecha, el estigma de la casa Gutenberg. ¿Verdad? Como
prueba de buena voluntad, le ofrezco una confesión firmada, de mi
puño y letra, con el sello de la casa. Ahora estamos en tablas: yo
conozco su secreto y usted tiene una prueba del mío. No nos podemos
agredir sin traicionarnos a nosotros mismos.
El hombretón cabeceó, disgustado.
—Estoy
harto de que los nobles nos manejen a su antojo como al ganado —dijo
encolerizado. Por primera vez se le notaba nervioso—. Tenemos que
trabajar para obtener las materias primas y transportarlas en viajes
agotadores a través del desierto, hemos de realizar los trabajos más
duros, soportar que nos arrebaten a nuestras mujeres para servir en
palacio y que, al mismo tiempo, las utilicen de concubinas. —Se
volvió a sentar en el tocón y le amenazó con el dedo índice—.
Usted, señor Gutenberg, deshonró a mi mujer. Supongo que ustedes no
son capaces de entender la terrible vergüenza que supone para las
mujeres regresar al tercer anillo después
de ser
obligadas a servir en palacio. ¡Al fin y al cabo, no somos más que
animales de carga para la nobleza!
—Lo
crea o no, me haría mucho daño que se hiciera pública esta
noticia, ya que afectaría mucho a mi familia y mi posición social.
Los nobles somos muy hipócritas. A nadie le importa que tengamos
concubinas e hijos bastardos mientras se mantenga en secreto, aunque
todos cuchicheen sobre las vergüenzas ajenas a la hora del café.
Pero si la información sale a la luz…
—¡Qué
lástima! Creía que los nobles eran felices —ironizó—. ¿Me
cree un tonto? Aunque fuera verdad lo que dice, sabe que no podría
usar esa arma de ninguna forma. Perdería mi posición social, todo
lo que hemos logrado con el duro trabajo de varias generaciones. A
pesar de que gozo de una buena reputación entre la gente —pues
ocupo un lugar relevante en el engranaje económico oculto del tercer
anillo, gracias al cual muchas familias no pasan necesidades—, no
creo que me pudiera recuperar de un golpe así. Me ha costado un gran
esfuerzo acallar los rumores todos estos años.
—Vamos
a imaginarnos que yo lo traiciono. Usted y su familia serían
arrestados y ajusticiados. ¿Qué importancia tendría su posición
social entonces? Usted me denunciaría y yo saldría perjudicado.
Como puede comprender, eso no me interesa.
El hombre frunció el ceño, pero no dijo nada.
El noble sintió que ganaba terreno. Solo faltaba achucharlo un poco
más.
—Hace
tiempo que dejé de ser un jovenzuelo engreído e inocente que se
creía a pies juntillas las mentiras de nuestro emperador. Todo
cambió cuando inventé el papeluretano. Me creí un genio que tenía
el Imperio a mis pies, creí que me rendirían pleitesía, que me
aplaudirían a mi paso. ¡Pobre iluso! ¡Cómo me hicieron abrir los
ojos!
El noble se levantó. Comenzó a dar vueltas
por la cueva, apoyándose en su bastón. De repente, le pareció que
alguien se movía entre las oscuras gradas. Escudriñó
infructuosamente las sombras durante unos segundos y continuó
hablando.
— Si
no estoy equivocado, en esa biblioteca que usted posee hay mucha
información sobre nuestro pasado. —Hizo una pausa—. ¿Sabe a qué
me refiero? —El hombre negó con la cabeza—. ¿Sabe usted leer?
—Sí,
por supuesto —respondió, ofendido.
—¿Ha
leído alguno de esos libros?
—No,
señor Gutenberg. No tengo tiempo de ser un diletante —replicó con
voz cansina. Había recobrado por completo su flema de hombre
cachazudo.
—Creo
que ahí se encuentra la verdad sobre el Período Oscuro, la clave
para destapar las mentiras de nuestro emperador.
El hombre se rascó la calva sin apenas
inmutarse.
—Quiero
que entienda que ya no le tengo simpatía al régimen, que ya no
formo parte de él aunque sea un noble, y que por eso no debe temer
nada de mí. Solo me mueve el rencor y el ánimo de venganza contra
aquéllos que hundieron mi vida. ¿Lo comprende? Aunque por motivos
bien distintos, tenemos objetivos comunes.
—Soy
un hombre de negocios. Dígame cuál es su oferta.
El noble sonrió por primera vez.
—Veo
que no tiene interés en la biblioteca para su uso personal, así que
le ofrezco comprársela por cien mil imperios. Aparte, por supuesto,
de todas las influencias y mi protección para que pueda seguir
disfrutando de sus negocios. ¿Qué le parece?
El hombretón soltó una estentórea carcajada
que reverberó en la gruta durante bastantes segundos.
—¿Está
usted loco? No está en venta a ningún precio, a ninguno.
—La
verdad, no le entiendo. Mi oferta es muy generosa, y a usted esta
biblioteca no solo no le sirve de nada, sino que le causa muchos
riesgos y preocupaciones.
—Señor
Gutenberg, mi honor y la memoria de mis antepasados están por encima
de cualquier transacción comercial. Mi bisabuelo era un porteador de
piedras, pobre hasta la médula, y se dejaba la piel en las largas
travesías por el desierto. Él custodió esta biblioteca en su casa,
una decrépita chabola de adobe, durante toda su vida. El legado pasó
a mi abuelo, quien se convirtió en mercader de piedras y materiales
de construcción. Él comenzó a perforar túneles bajo su vivienda,
con los que logró descubrir la gruta en la que nos encontramos.
Gracias a los materiales que conseguía esconder del control de los
nobles, fue capaz de acondicionarlos y crear esta maravilla que ve
usted. —Su voz rebosaba orgullo—. ¿Lo entiende? Él invirtió su
capital, su esfuerzo y su salud en la construcción de estas galerías
para proteger la biblioteca. ¿Acaso me cree capaz de mancillar la
memoria de mi abuelo? Los Robespierre hemos jurado custodiar la
biblioteca y defenderla aunque nos cueste la vida.
—Ya.
No sabe para qué, pero debe cumplir con la tradición familiar.
Enternecedor, pero inútil.
En la penumbra de las gradas, una figura se
movió. El noble la pudo ver ahora con claridad. A medida que emergía
de las sombras, la silueta de una mujer madura fue cobrando forma en
la retina del noble. A pesar del tiempo transcurrido, y de que gran
parte de su belleza se había marchitado, no pudo evitar mirarla con
voluptuosidad, verse inundado por sentimientos ya olvidados; volver a
sentir, en definitiva, un pulso vital que creía desterrado de su
vida para siempre.
Sobre el corpiño llevaba puesta una ceñida
blusa azul celeste que moldeaba sus generosos pechos y sus amplias
caderas. Cubría sus piernas con una falda plisada de algodón que le
llegaba hasta los tobillos, escondidos tras unas botas marrones de
piel de camello. Cuando ella se acercó, el noble vio que las patas
de gallo decoraban sus ojos castaños. Su retina se inundó de nuevo
con la imagen ya olvidada de su nariz pequeña y afilada, las
mejillas enjutas, los labios siempre pintados de rojo carmesí, el
mentón redondeado o el cabello rizado de color caoba, que antaño
caía en cascada sobre sus hombros, pero que ahora apenas tapaba su
cuello.
Se acercó al noble cojeando ostensiblemente y
le propinó una sonora bofetada.
—Hola,
Jean —dijo—. No creí que nos volveríamos a encontrar. ¿Has
decidido salir de tu torre de marfil?
—Te
has conservado muy bien y muy bella durante estos años —acertó a
decir.
—¿Es
un cumplido? Tú, en cambio, estás hecho un asco, a pesar de vivir
en palacio.
El hombretón carraspeó y dijo:
—Con
su permiso, yo he de retirarme. Puede continuar negociando con Katia.
Acto seguido, se dirigió dando grandes
zancadas hacia la salida y abandonó la gruta.
—Esta
transacción te va a salir muy cara, Jean.
Jean Gutenberg, boquiabierto, se preguntaba en
qué momento el dulce corderito complaciente se había convertido en
un león fiero. Tampoco podía creer que su pétrea coraza de
amargura, tejida durante años, se estuviera deshaciendo en segundos
bajo el calor de una dama entrada en años.
—¿Ha
sido él quien te ha dado la información? —El noble asintió—.
Lo suponía. Sentémonos y hablemos.
**
Una semana antes de su visita al Pasadizo, Jean
Gutenberg miraba por la ventana de la Torre del Norte, que
irónicamente estaba orientada hacia el sur, preguntándose qué
diablos querría aquel molesto visitante. De ser cualquier otro, ni
siquiera le habría dejado traspasar el umbral. Sin embargo, como
bien sabía, era difícil librarse de ese moscón.
Se irguió sobre el alféizar, apoyándose
sobre los codos para asomarse y así poder ver cómo trepaba el brote
de hiedra por la fachada. El tallo principal, que ya se había
ramificado, medía varios centímetros. “Estupendo”, se dijo
sonriendo.
El timbre del servicio le sacó de sus
ensoñaciones. Recompuso con celeridad los músculos de su cara hasta
que ésta se impregnó de su habitual amargura. Se acercó a la
puerta, descorrió los pesados cerrojos y dejó pasar a la criada,
que, con sus pasos cortos, llevó la bandeja con el desayuno hasta la
sólida mesa de papeluretano y se retiró con una ligera genuflexión.
El sabroso aroma que ascendía de la bandeja
había excitado sus glándulas olfativas, abriéndole el apetito. Al
levantar la tapa no se encontró con ninguna sorpresa: tres
salchichas de pollo envueltas en una nube de pimienta roja, un
humeante vaso de leche de camella, cinco dátiles, una taza de té
verde muy azucarado, pan de pita, queso fresco y yogur.
Sobreponiéndose a su fuerte dolor de garganta,
engulló el desayuno en apenas diez minutos, se recostó en su sillón
de orejas y se dispuso, tras arremangarse la camisa, a esperar a
maese Enrique, su médico personal.
El doctor, como era su costumbre, entró de
manera tan sigilosa que Jean no notó su presencia hasta que éste se
encontraba ya a su lado, con la jeringa preparada para inocularle el
antibiótico.
—¿Cómo
se encuentra? —graznó con su voz áspera mientras terminaba de
poner la inyección.
—La
garganta me arde como en la boca del infierno. ¿Cuándo me van a
hacer efecto tus pócimas?
Maese Enrique, sin inmutarse, depositó la
aguja y la jeringa en la bolsa de desperdicios. Se peinó la cresta
blanquecina que brotaba por encima de su frente en el pedregal de su
calva.
—¿Qué
noticias me traes? ¿Qué dicen las malas lenguas del primer anillo?
—Ayer
estuve de visita entre los banqueros. Ahora le han apodado a usted el
Vampiro. Corren rumores a lo largo y ancho de los tres anillos de que
nadie le ve a la luz del sol. Sus largas ausencias de palacio
alimentan todo tipo de alocadas especulaciones. Mucha gente crédula
se las cree al pie de la letra.
—¡Bah!
¡Allá ellos! Pero me gustaba más el Amargo.
—La
noticia sobre la hiedra que crece en libertad en la fachada ha
corrido como la pólvora. Ya ha llegado a Imperburgo.
—¡Fantástico!
—Tenga
cuidado, señor. El gran jefe kraken está ganando posiciones. Y
pretende terminar con la impunidad de los nobles. Ya sabe que sus
tentáculos son muy largos.
—No
temo a ese carnicero. Ven, ayúdame a vestirme.
Jean Gutenberg dejó caer la
camisa de lino sobre sus hombros. Se puso una holgada túnica
drapeada, ciñéndola con
un cinturón de
cuero, y se calzó unas botas altas de piel de camello. Por último,
se ajustó al cuello la capa amarilla adornada con el escudo de la
casa, una oreja sin lóbulo rodeada de dunas.
—Además
—carraspeó el médico—, traigo un mensaje de la Torre del Sur,
de su señora esposa. Amenaza con anular el encuentro del próximo
martes si no destruye esa planta.
—No
puede hacer eso. El contrato matrimonial lo dice bien claro.
—Sí,
ejem, pero hay una cláusula que permite eludir los deberes
conyugales en caso de que la otra parte infrinja una de las veinte
leyes esenciales del Código de la Hermandad Dorada.
—Dile
que no renunciaré a la planta —contestó furioso—. ¿Tienes
alguna noticia más que darme antes de que reciba a ese zascandil de
agente imperial?
—Supongo
que ya habrá escuchado las noticias sobre la lluvia de hojas en
Estrasburgo, señor.
—No.
Hace días que no veo la caja tonta. ¿Así que hay una nueva
inundación? —preguntó riéndose.
—Sí.
Los barrenderos estaban desbordados y decidieron bombardear la
ciudad.
Jean se irguió al tiempo que maldecía entre
dientes.
—¡Estúpidos!
Pobre gente. Además, no les sirvió de nada. ¿Me equivoco?
—No,
señor. La lluvia de hojas sepultó las cenizas de los edificios
derruidos. —Maese Enrique carraspeó—. Parte de los refugiados
van a ser asentados en el tercer anillo de Gutenburgo. —Jean lo
miró inquisitivamente—. Y van a necesitar ayuda médica.
—Escucha.
Ya estás corriendo un riesgo altísimo atendiendo a ese chico…
—Yosef.
—Sí,
Yosef. Por cierto, ¿cómo está?
—Tuvo
una fuerte recaída la semana pasada por culpa de una tormenta de
arena, que le dejó casi sin respiración. Ahora se encuentra algo
mejor.
—No
puedes atender a arborícolas. Estás acusado de herejía y te
inhabilitaron para la profesión. He conseguido que puedas seguir
trabajando en palacio y en el primer anillo, pero si te detienen en
el tercer anillo, no podré ayudarte.
—Señor
—graznó el médico—, si me lo permite, de tal palo tal astilla.
Usted desafía a la autoridad y yo hago lo mismo.
—¡Bah!
Está bien, haz lo que desees. Ahora déjame solo. El agente imperial
Synórix debe de estar a punto de llegar.
Maese Enrique se inclinó en una ligera
genuflexión y se dirigió hacia la puerta con su paso lento y
silencioso.
—Maese
—le llamó el noble antes de que saliera—, ¿sabe usted quién
inventó el televisor, cuándo se inventó, dónde?
—No,
señor. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Fue alguien importante?
—No
lo sé, maese. Ni yo ni nadie, me parece. Ése es el problema.
**
El agente imperial Synórix sonreía. No era
una sonrisa franca, ni era cortés, ni cínica. Quizá burlona, pero
tampoco sería un adjetivo adecuado, en realidad. Era en cualquier
caso una sonrisa desagradable, un signo inequívoco de sus aviesas
intenciones.
Jean Gutenberg no necesitaba ver su sonrisa de
hiena para intuir qué podía esperar de su visita, ya que, para su
desgracia, muchos años atrás había sufrido en sus carnes su
traición, una felonía que había marcado su vida.
La sala de reuniones era una inmensa estancia
situada en la Torre del Norte, justo debajo del dormitorio del noble.
A lo largo de las seis paredes del aposento hexagonal varias estatuas
de los antepasados de Gutenberg, esculpidas en piedra granítica,
observaban a los presentes. Las inmensas figuras de más de dos
metros de altura, cuyos lóbulos de la oreja derecha habían sido
extirpados, tenían una mirada adusta y seria. Sobre la cabeza de su
padre colgaba una placa conmemorativa concedida por la ciudad de
Imperburgo al inventor del papeluretano. En el centro del techo
colgaba el blasón de la casa Gutenberg: la oreja sin lóbulo rodeada
de dunas.
Synórix llevaba puesta la
capa negra decorada con el blasón del Imperio; el zopilote con las
alas extendidas apoyado sobre dos dunas, que le distinguía como
agente imperial. Tras desabrochar
el cierre de la capa, se la quitó y la colgó en el perchero,
dejando al descubierto su inmaculado traje imperial de color pardo.
Sus hombros estaban adornados con cinco zopilotes alados, la máxima
condecoración
posible para un agente imperial. La elegancia de su atuendo
contrastaba con sus modales, algo toscos, y su cara llena de granos,
que parecía picada de viruela. De mediana estatura, era recio y
fornido, ancho de caderas, cuellilargo, de tez clara y mirada dura.
—Veo
que no te alegras de verme, Jean —dijo el agente con voz grave.
—¿Puedo
esperar buenas noticias de su visita, agente?
—No,
a decir verdad, aunque todo depende del punto de vista, como
comprenderás ahora. Pero llámame Alan, por favor. Podemos
tutearnos, somos viejos conocidos.
“Para
mi desgracia”, pensó el noble, quien permaneció callado y con el
gesto serio.
—Como
ya hemos roto el hielo, vayamos al grano. —Alan Synórix tomó un
trago de la copa que tenía delante—. Buen caipirícola, sí señor.
Tendrás que enviarme una caja. A los plebeyos nos cuesta acceder a
estos manjares. Dime, Jean, ¿has oído hablar de la Hermandad de la
Luna Oculta?
—No.
¿Es una secta del segundo anillo?
—Estás
muy desorientado. Deberías salir más a menudo de tu torre de
marfil. Supongo que sí conoces el Códice
Ruiburgo.
—¡Bah!
Es solo una leyenda.
—Una
leyenda que bien pudiera ser cierta. Y tengo varias pistas
importantes que pueden conducirnos hasta él.
—¿Conducirnos?
Estás de guasa, ¿no? No tengo ningún interés en ese códice.
—Eso
no me incumbe. Tengo una propuesta que hacerte, y la vas a aceptar
por las buenas o por las malas. —El agente mostró su sonrisa de
hiena al tiempo que apuraba su copa—. Buena bebida. Fantástica. La
cuestión es que el conocimiento sobre genética que permitió crear
los estigmas de los nobles se perdió en la noche de los tiempos.
Éstos, una vez asentados sus estigmas, destruyeron todos los libros
y laboratorios, ajusticiando a los genetistas. Así consiguieron
perpetuar su poder.
»Sin embargo…
—…la
extinta casa Ruiz salvó un códice que guardó en un lugar secreto.
Me sé la leyenda, no me aburras.
—Sí,
salvaron un códice, y muchos, muchos libros. En aquellos tiempos
tumultuosos, las casas se aliaron contra los Ruiz, que, a pesar de
todo, resistieron enconadamente hasta ser aniquilados. La ciudad de
Ruiburgo fue asolada por completo. En esos libros se esconde gran
parte de la verdad sobre el Período Oscuro, algo que te interesa
bastante. ¿No es así? ¿Acaso no deseas tener pruebas de cómo se
forjó la sociedad de la Nobleza Amarilla? ¿Acaso no quieres
vengarte de aquéllos que te arrinconaron y arruinaron tu prometedora
vida?
—Los
libros fueron destruidos. Y ni siquiera sé si ese códice existió
en realidad. —Jean Gutenberg apuró también su copa de
caipirícola—. En una cosa tienes razón: quiero vengarme. ¿Sabes
de quién en especial?
Synórix curvó sus labios, sonriente.
—Tú
sabes que gran parte de ellos fueron salvados a través de la galería
de túneles subterráneos de Ruiburgo. De hecho, un departamento
entero de barrenderos se dedica a tiempo completo a buscarlos por
todo el Imperio. ¿Y no es acaso cierto que tú posees uno de los
libros? Aunque, por supuesto, no lo guardas en palacio. Y, claro, no
has tenido a bien comunicárselo a don Jaime.
»La impunidad de la nobleza con respecto a
comportamientos ilícitos tiene plazo de caducidad. El gran jefe
kraken está tomando posiciones cada vez más cercanas al emperador,
por lo que es probable que ocupe el puesto de consejero en breve. Ya
sabes que hace tiempo que intenta imponer restricciones más fuertes
entre la nobleza, terminar con su libertad en la tenencia de árboles,
plantas y libros prohibidos. Pretende establecer una censura general,
no tan severa como entre la plebe, pero bastante seria.
»¡Ah! Por cierto. ¿Crees que esa hiedra de
tu fachada es legal?
—Rata,
dime de una vez lo que quieres de mí —rugió el noble sin poder
contener su ira.
—Calma,
Jean —dijo el agente con voz susurrante al tiempo que posaba el
brazo sobre el hombro del noble—. Creo que podemos entendernos sin
malas palabras.
»Verás. He descubierto
dónde se encuentra una buena parte de la biblioteca. La esconde una
familia adinerada del tercer anillo. ¿Has oído hablar de los
Robespierre? —El rostro del noble adquirió de pronto una tonalidad
cerúlea—. Veo que sí. Mi propuesta es la siguiente: tú accederás
a esa biblioteca y buscarás información sobre la Hermandad de la
Luna Oculta y el Códice
Ruiburgo.
A cambio, podrás quedarte con los libros si lo deseas, obtendrás la
verdad que buscas sobre el Período Oscuro. Una vez que tenga lo que
necesito, te dejaré en paz para siempre.
El agente le tendió la mano.
—Ni
hablar. ¿Por qué no lo buscas tú mismo?
—Jean,
tú eres el genio. Para ti será pan comido hacerlo, mientras que yo
me perdería entre los manuscritos.
—Ése
no es mi problema, Alan.
—¡Oh!
Sí lo es, créeme. Ambos somos víctimas de esta sociedad; ambos
hemos sido vilipendiados, y ambos necesitamos restituir nuestro
honor. ¿Sabes que soy un hijo bastardo de una noble? Y uno de la
peor ralea, ya que mi padre, que Set lo castigue, era un arborícola.
Por supuesto, yo no heredé el estigma de mi madre, pues las mujeres
solo lo transmiten a sus hijos en un uno por ciento de los casos.
Pero, aunque no tenga el estigma, por mis venas fluye sangre noble.
En cuanto obtenga lo que busco, podré crear mi propio estigma,
tendré mi propia ciudad, mi palacio.
—¡Insensato!
¿Acaso crees que te permitirán hacerlo?
—Por
supuesto, tendremos que chantajear al emperador. Si no accede a mis
deseos, diseminaré el secreto por todo el Imperio.
—¿Tendremos?
No cuentes conmigo para semejante locura.
—Piénsalo
bien. Tendrás el lugar que te corresponde en Imperburgo. Te
permitirán volver a inventar, a ser un creador.
—Ya
es tarde para eso. Si obtengo la verdad sobre el Período Oscuro, la
haré pública y conseguiré que el Imperio se tambalee.
—En
ese caso, me tendrás enfrente, te lo aseguro. Hasta que llegue ese
momento, podemos colaborar como buenos amigos.
—Mi
respuesta es no.
Synórix se acercó a la estatua del padre de
Jean Gutenberg y rozó con las yemas de los dedos la oreja con el
lóbulo cercenado.
—Es
difícil no fijarse en este estigma, ¿verdad? Por eso, cuando vi por
vez primera a la hija de ese jefecillo mafioso de Robespierre, quedé
algo impresionado. Es muy guapa, sí, pero yo solo tenía ojos para
su oreja.
El noble se dejó caer sobre el sofá de piel
de zorro.
—Vamos,
Alan. Muchas madres han cortado el lóbulo a sus hijas con la
esperanza de chantajearme. Ella no es mi hija.
—Tengo
una muestra de su ADN, y lo he contrastado con el tuyo, amigo mío.
Solo tengo que apretar un botón para que esa información quede
registrada en la base de datos de bastardos del sumo sacerdote. —Jean
Gutenberg permaneció en silencio, con los dientes apretados—. Veo
que todavía dudas. Como bien sabes, nuestro amigo Robespierre
controla buena parte del comercio ilegal del tercer anillo. Él es
uno de los grandes capos. Eso, quizá, no sea de suficiente interés
para don Jaime, pero según mis fuentes Robespierre está cometiendo
un pecado algo más gordo: posee cultivos subterráneos con los que
abastece de comida a la gente.
—¡Que
Set te lleve, bastardo!
La sonrisa de hiena del agente se agrandó.
—Calma,
Jean, no te dejes dominar por la ira. Si no colaboras conmigo,
Robespierre y su mujercita serán ajusticiados por herejía, mientras
que tu hija bastarda quizá sea reclutada por Jaime de Torquemada
para formar parte de su guardia personal de sacerdotisas. Ya sabes lo
que eso significa.
El noble dejó caer los brazos.
—No
tengo elección.
—No,
no la tienes.
—¿Cuándo
te vas a cansar de tus chantajes, Alan?
—Ya
estoy cansado, te lo aseguro, harto —contestó el agente—. Deseo
dejar de hacerlo con toda mi alma. ¿Acaso crees que disfruto con
ellos? Por dentro sufro al hacerlo, vivo atormentado.
Gutenberg se sorprendió de que Synórix no
empleara su habitual mordacidad.
—¿Y
por qué no lo haces?
—No
puedo; no todavía, no hasta que consiga restablecer mis derechos
nobiliarios. Después
podré
descansar y dedicarme a la vida placentera. Hace tiempo que empleo la
falta de escrúpulos y mi coraza de cinismo solo con aquéllos que se
entrecruzan en mi camino o en mis tareas como agente imperial. Ya no
soy un lobo solitario. En mi vida cotidiana soy alguien bastante
normal, afable con mis amigos, galante con las mujeres, fiel a mi
familia.
—No,
si ahora va a resultar que eres un altruista —ironizó Gutenberg—.
¿Acaso no llevas años sin hablarte con tu madre y tus hermanastros?
—Antes
de decir nada, deberías informarte bien. Hace tiempo que perdoné a
mi madre. Mis hermanastros han tenido más suerte que yo, pero no
tienen la culpa de mi desgracia. Desde hace un tiempo somos uña y
carne.
—¿Ahora
te da por confesarte? ¿Y a uno de tus enemigos?
—No
te considero mi enemigo. Nunca he tenido nada personal contra ti.
Solo te utilicé para poder medrar en el escalafón. Tuviste mala
suerte.
—Sí,
me arruinaste la vida —dijo el noble con amargura.
—Siendo
justos, tú mismo te la arruinaste. Habrías tenido idéntico destino
sin mí.
—Quizá
tengas razón. Pero no por ello te voy a perdonar.
—Ni
yo lo esperaba.
**
Katia se paseaba con indolencia bajo la
titilante luz de las antorchas, disfrutando de su momento de gloria y
su situación de superioridad. Jean Gutenberg, mientras, esperaba con
paciencia la oferta sin poder quitar los ojos de su antigua amante.
—Bien,
Jean —dijo al fin, volviéndose hacia él—, ahora todo depende de
cuánto estás dispuesto a pagar; y no me refiero a dinero. En primer
lugar, deseo volver a palacio. —El noble se removió en su asiento
de piedra. Katia se rió—. No te hagas ilusiones. A mí ya no me
tendrás jamás. —Ella se acercó al noble y le puso las manos
sobre los hombros—: Jean, has de nombrarme suma sacerdotisa de
palacio.
—¿Estás
en tus cabales? —respondió el noble, quien se habría caído de su
asiento si Katia no lo estuviera sujetando los hombros—. Tú no
tienes formación religiosa, y la sacerdotisa actual lleva ocupando
el puesto más de veinte años. Además, tu pasado…
—No
menciones mi pasado —se enfadó Katia—, y menos como si fuera
algo ignominioso. Yo deseaba seguir en palacio, era feliz allí, y
habría seguido siéndolo si tú no me hubieras expulsado. ¿Acaso no
sienten envidia todas esas cotillas que cuchichean a mis espaldas?
Aunque, claro, la esconden bajo una pátina de compasión. No tengo
más remedio que fingir sentirme agraviada, pero, en realidad, mi
amargura es solo tristeza por haber regresado al tercer anillo. Yo no
soy como mi marido, prefiero ser cola de león en palacio que cabeza
de ratón en el tercer anillo.
»Una vez me engañaste, me hiciste creer que
te casarías conmigo, y fui tan inocente como para creer en un
absurdo cuento de hadas. Ahora vuelvo a tener la oportunidad de
regresar a palacio por la puerta grande, y no la voy a desaprovechar.
Dime, Jean, ¿por qué lo hiciste? ¿Te cansaste de mí? Llevo muchos
años esperando alguna respuesta.
—No
tuve más remedio. Los matrimonios con plebeyas…
—No
me mientas. Solo las mujeres nobles están obligadas a casarse con
nobles para que sus hijos hereden el estigma, ya que solo lo
transmiten en un uno por ciento de los casos. Sin embargo, en los
varones el porcentaje es del noventa y cinco por ciento.
El noble se envaró.
—Todo
cambió cuando inventé el papeluretano y me convertí en un
personaje público. Me vi obligado a contraer un matrimonio de
conveniencia para tener una vida familiar ejemplar. Y tú te quedaste
embarazada. El estigma habría estado a la vista de todo el mundo.
—Mientes
muy mal. Conozco muy bien ese tono de voz débil e inseguro, que mi
cerebro detecta como un polígrafo el cambio de flujo de corriente.
¿Acaso no me podías haber acusado de extirpar el lóbulo a mi hija,
como ya han hecho tantas otras?
»Me gustabas como eras antes: pedante,
superficial, engreído, divertido. Ahora eres un amargado,
trascendental e insufrible, y encima un mentiroso. Pero aquel maldito
juicio lo cambió todo.
De repente, la mente del noble voló a otra
época, veinticinco años atrás.
**
Se vio a sí mismo joven, saludable, sonriente,
henchido de orgullo mientras dirigía un discurso desde la tribuna de
oradores a los parlamentarios del Dunidrín que lo observaban. Su
pelo era negro y largo, recogido en una coleta que manaba formando
riachuelos sobre su inmaculada capa amarilla. La oreja sin lóbulo,
así como las dunas que la rodeaban, refulgían a la luz de los
focos.
A su lado se encontraba el joven emperador, que
entonces era casi un niño imberbe, con la mano descansando sobre su
hombro. Cuando terminó su discurso, tenía la boca seca, casi no
podía respirar de la emoción. Era un héroe, era famoso, era el
inventor del papeluretano, un material ignífugo, elástico,
flexible, terso, impermeable, duro y resistente, que serviría de
sustituto al papel, la madera o el cartón. Tenía el mundo a sus
pies, tuteaba al mismísimo emperador; un prometedor futuro en el que
tendría todo lo que deseara le esperaba.
Augusto III acalló con un gesto de sus manos
ensortijadas los últimos ecos de los aplausos. Vestía el atuendo
oficial de los actos solemnes: chaqueta y pantalón de terciopelo
verde oscuro, la capa negra decorada con el blasón del Imperio y la
corona dorada en forma de duna. Tras arrebatarle el micrófono a Jean
Gutenberg, dijo:
—¡Que
Set bendiga a nuestro héroe y nos bendiga a todos!
—¡Que
Set nos bendiga! —cantaron a coro los presentes.
—Estimados
nobles: tengo dos noticias que anunciar. En primer lugar, he decidido
conceder a Jean un lugar en el anillo cero de Imperburgo, el anillo
noble, donde podrá seguir inventando lo que le plazca para el
progreso de nuestro pueblo.
Jean Gutenberg se vio a sí mismo a punto de
reventar de orgullo y felicidad. ¡El anillo noble de Imperburgo, la
única ciudad con cuatro anillos, el lugar soñado por todos los
nobles, donde tendría el privilegio de vivir a la vera del
emperador!
—En
segundo lugar, gracias a nuestro gran inventor, tengo la gran alegría
de anunciar la destrucción inmediata de todos los bosques de
crecimiento rápido que en la actualidad, y por desgracia, florecen
en las inmediaciones de nuestras ciudades. Eran un mal necesario,
pero ahora el papeluretano permitirá eliminarlos para siempre. Nunca
hemos de olvidar la máxima de mi abuelo, el gran Augusto I: un árbol
menos es un enemigo menos.
Los vítores reverberaron durante varios
minutos en las paredes del Dunidrín, clavándose como puñales en la
mente del joven inventor.
—Quizá
el ingenio de nuestro joven amigo nos permita erradicar todos los
cultivos en un futuro próximo.
El auditorio estalló en un mar de risas.
Mientras tanto, el rostro de Jean Gutenberg se había tornado pálido,
a duras penas podía mantener la ahora falaz sonrisa. De repente, la
luz se había vuelto oscuridad, la alegría tristeza, la ilusión
desesperanza, el orgullo rabia contenida que amenazaba con echarlo
todo a perder.
La escena se evaporó y sus recuerdos volaron
de nuevo al pasado.
Llovía. El agua repiqueteaba con intensidad
sobre el tejado de un viejo cobertizo de madera de una planta, que se
encontraba en un claro del espeso bosque de Gutenburgo. El joven
noble, inquieto, miraba por la ventana del cobertizo mientras
tamborileaba con su dedo en el alféizar. Un fuerte viento azotaba
los postigos y empujaba las gotas de lluvia contra el cristal. Un
nuevo relámpago iluminó los árboles, sumidos en la penumbra bajo
el cielo encapotado y grisáceo.
Jean Gutenberg se irguió, sobresaltado, ya
que, durante una breve fracción de segundo, había visto moverse a
una persona encorvada bajo la cortina de agua. Alguien lo espiaba.
Hacía tiempo que lo sospechaba, pero ahora tenía una prueba
palpable. Escudriñó las sombras por espacio de media hora sin
obtener ningún resultado, pues estaba demasiado oscuro para ver nada
entre la espesura.
Mientras sopesaba los riesgos de salir del
cobertizo, el tintineo de una campana le hizo olvidar al intruso.
Tras cerrar la cortina de la ventana, agarró el asa del candil de
aceite, que iluminaba débilmente la sala y le proporcionaba al noble
algo de calor en la húmeda y algo fría casucha. Se acercó con
pasos lentos y sigilosos a la pared que daba al norte, donde abrió
una puerta desvencijada con el corazón palpitante a punto de
salírsele del pecho. Sentía a un tiempo la emoción que precede un
gran descubrimiento, el miedo al posible fracaso, los nervios del
novato ante su primera vez.
Levantó el candil sobre la mesa y contempló
su obra antes de pasar el dedo índice por la lámina para comprobar
que se había secado. La agarró con ambas manos. Emocionado, sintió
su textura tersa y suave como la seda. A continuación trató de
cortar la lámina con las tijeras, rallarla con una piedra, quemarla
con un soplete, hizo de ella una bola que recobró su forma original
nada más soltarla, la hundió en un cubo de agua y, a pesar de todo
ello, permaneció intacta, sin un rasguño. Al final, tras secarla a
la luz del candil, cogió un bolígrafo y escribió: “Esto es
papeluretano”. No había notado ninguna diferencia, era igual que
escribir en papel corriente y moliente.
—¡Eureka!—gritó
sin poder contenerse—. ¡Lo tengo, lo tengo!
En ese momento, alguien golpeó con los
nudillos en la puerta.
La imagen se esfumó.
Se encontraba de nuevo en una especie de
tribuna. Ya no tenía delante decenas de caras sonrientes que lo
aclamaban desde los escaños, ni contaba con la glamorosa presencia
del emperador en persona, sino que trataba de defenderse de serias
acusaciones de herejía ante el Alto Tribunal Imperial. Diez solemnes
jueces, cinco hombres y cinco mujeres, ataviados con togas amarillas
con gorguera y birretes verdes adornados con una borla, miraban al
acusado con gesto adusto y severo. Un individuo joven, de sonrisa
cínica, se encontraba sentado en el estrado de testigos.
El presidente del tribunal se dirigió al
testigo:
—Alan
Synórix, ¿jura usted, en nombre de las dunas de Set, decir toda la
verdad?
—Lo
juro.
—Bien.
Conteste a las preguntas de forma precisa y sucinta. ¿Afirma usted
que el acusado ha pasado, durante el último año, grandes cantidades
de tiempo en el bosque de crecimiento rápido de Gutenburgo, donde ha
llevado a cabo las investigaciones conducentes a la creación del
papeluretano?
—Así
es. En un cobertizo de madera situado en un claro del bosque.
—¿Es
cierto que recibió la visita de un druida arborícola? —dijo el
magistrado, cuya cara rechoncha y arrugada se asemejaba a la de un
bulldog.
—En
efecto. Tenía una larga barba de color verde. El druida le entregó
al acusado un frasco que contenía una especie de alga.
—¿Es
acaso el alga que ha servido de base en la fabricación del
papeluretano?
—Sí.
Tomé prestada una muestra, que ha sido analizada en los laboratorios
imperiales.
—¿Es
cierto que el noble aquí presente lo amenazó con hundirlo en la
miseria si abría la boca?
—Sí.
—¿Tiene
algo más que añadir?
—Me
ha sorprendido la veneración con la que el señor Gutenberg trataba
los árboles: los miraba con devoción durante largos ratos, los
acariciaba, les hablaba, incluso trepaba por ellos como un mono. No
creo que mi padre —que Set lo castigue— amara tanto a los árboles
como el acusado.
Un murmullo recorrió la sala al tiempo que el
presidente arrugaba su cara de bulldog y blandía el mazo sobre la
mesa.
—¡Orden,
orden! —gritó—. Señor Gutenberg, ha tenido usted la osadía de
cuestionar en público y por escrito una decisión de nuestro
magnífico emperador, por lo que ha tratado de inmiscuirse en sus
competencias exclusivas. Aunque todos le agradecemos ese gran invento
suyo, que traerá mucho bienestar a nuestro pueblo, resulta
indignante
que
haya llevado a cabo sus investigaciones en un lugar blasfemo, donde
además ha practicado ritos paganos propios de un arborícola, ha
realizado una transacción comercial ilegal con un druida y ha
coaccionado a un humilde servidor de nuestro Imperio. ¿Tiene algo
que alegar antes de que dictemos sentencia?
El noble carraspeó y se irguió delante de la
tribuna.
—Bien
poco puedo alegar, dado que estoy condenado de antemano. El relato de
este sujeto está plagado de falsedades y medias verdades. Yo no lo
amenacé, sino que fue él quien intentó chantajearme. Nunca he
venerado los árboles, ni los he amado, ni he trepado por ellos, pero
admito que el bosque de crecimiento rápido es un lugar que me ha
proporcionado la paz y tranquilidad que necesitaba para mis
experimentos. Al
igual que muchos otros que callan por miedo, no entiendo por qué se
nos obliga a odiar los árboles. Yo
solo he tratado de evitar una destrucción innecesaria.
—¡Es
suficiente! —El magistrado giró su rostro lleno de pliegues hacia
el resto de miembros del tribunal, quienes asintieron quedamente con
la cabeza—. Señor Gutenberg, ha cometido usted pecados que
costarían la cabeza a un plebeyo. Sin embargo, la ley protege a los
nobles, por lo que no podemos condenarlo a lo que con justicia se
merece. A pesar de todo, este tribunal está facultado para proteger
a nuestra sociedad de sus posibles actos futuros. —Levantó una
hoja de papel y leyó la sentencia—: Este tribunal lo condena a
abandonar de inmediato y de por vida todas sus investigaciones.
Asimismo, no tendrá usted acceso a ningún material relativo a la
botánica o la genética. El incumplimiento de esta condena será
juzgado como un delito de alta traición al Imperio. ¡Que Set nos
guarde a todos!
**
Las imágenes del pasado se esfumaron, y Jean
Gutenberg volvió a la realidad.
Los difusos contornos de la cueva, tachonados
por las puntas visibles de las estalactitas, volvieron a su retina.
Katia lo miraba con expresión burlona, los brazos en jarras.
—¿Ya
has vuelto?
—Verás,
Katia. Ese juicio me arrebató lo más valioso de mi vida. Me
convertí en un amargado, y no deseaba haceros daño ni a ti ni a
nuestra hija durante el resto de nuestra vida.
Katia soltó una carcajada.
—Vamos,
Jean. No pretenderás que me trague esa estúpida patraña. Es tarde
para excusas, ya que jamás te perdonaré. Además, tú siempre has
sido un egoísta. Es muy cínico por tu parte decir que me echaste de
tu lado, con tu hija aún en mi vientre, para protegerme. Será mejor
que continuemos con nuestro acuerdo: ¿aceptas la primera condición?
—Pero
el puesto de sacerdotisa está ocupado.
—Échala,
jubílala, ofrécele otro puesto, hay mil soluciones.
—Está
bien —se resignó el noble—. Enviaré a la sacerdotisa a
Imperburgo. Katia Petri será la nueva suma sacerdotisa de
Gutenburgo.
Katia dio media vuelta y se
dirigió hacia las gradas. El extremo de su falda rozaba el irregular
suelo, emitiendo un molesto frufrú.
Allí alcanzó una pequeña botella de color verdoso, escanció su
contenido en dos copas picudas de cobre dorado y regresó junto al
noble, al que le tendió uno de los rebosantes cálices.
—Brindemos
por el primer punto de nuestro acuerdo con este caipirícola de
primera calidad. —La mujer apuró la copa de un trago—. Bendito
contrabando. —Depositó la copa vacía en el suelo—. ¿Dónde
estábamos? ¡Ah, sí! Mi segunda condición se refiere al matrimonio
de nuestra hija Urraca.
El noble se atragantó de la sorpresa.
—¿Matrimonio?
—¡Oh,
sí! Debes conseguir su alianza con Renée el Bretón.
—¿Estás
loca? Es el heredero de Renesburgo. ¿Sabes cómo se cotizan las
ciudades costeras? Ese hombre tiene más pretendientes que yo pelos
en la cabeza.
—¡Oh!
Si esas pretendientes son tan mustias como esos hilos blanquecinos
que cuelgan de tu cuero cabelludo, no serán oposición a nuestra
hija.
—¿Acaso
olvidas que yo soy un paria de la sociedad noble? ¿Y que Urraca es
hija ilegítima?
—Cuando
obtengas el acuerdo, ven a verme. De momento, es todo.
De repente, las luces de los apliques se
apagaron. La oscuridad anegó la cueva por completo. Jean Gutenberg
volvió a sentir la desagradable presión de una tenaza huesuda que
lo arrastró a través de los fríos túneles hacia la salida.